Imaginaba que tras 21 siglos de historia ya no volverían a repetirse escenas similares a aquellas bíblicas, con un encolerizado Jesús, látigo en mano, desalojando improvisados mercaderes indebidamente instalados en un lugar totalmente inadecuado para sus quehaceres. Han pasado 21 largos siglos y, como cada fin de año, la historia se repite al talán de un ya clásico (y medio masoquista) guión que predica una ciudad acosada por cientos de súbitos comerciantes que pretenden convertir sus apacibles calles y plazas en eventuales reductos mercantiles. Mientras defensores del mercadeo claman sobre un derecho consuetudinario a favor de estos; otros, clamamos sobre el derecho a gozar de una ciudad limpia, ordenada y segura las 24 horas del día, los 365 días del año.
Sin pretender recortar la libertad que todo ciudadano tiene para hacer uso y consumo del espacio público; debe estar muy claro, también, que esa libertad termina cuando empiezan los derechos de los demás a gozar de ese mismo espacio público. Tan simple regla parece no ser del todo entendida, ni bien comprendida, por algunos ciudadanos y autoridades que pretenden imponer sus necesidades particulares por encima de las necesidades colectivas y del bien común. En una actitud medio cómplice, ha sido la propia autoridad municipal (cuando no!) la que ha dispuesto el emplazamiento de bulliciosos mercaderes en las apacibles calles del barrio IV Centenario, sin tener en cuenta que se trata de áreas residenciales donde viven ciudadanos que han quedado temporalmente privados del derecho a vivir con tranquilidad y seguridad. No me imagino salir de casa y tener que pedir permiso a mercantes ocupando la vereda y mucho menos podría imaginarme quien pueda tolerar -y resignarse- a sufrir por semejante tipo de decisiones municipales que promueven el uso informal de la ciudad.
Este tipo de actos fallidos, (“zegarradas”, que le dicen) no solo despintan la alicaída imagen del cuerpo edil; sino que contribuyen en hacer de la nuestra, una ciudad que pareciera rendir culto a la informalidad en todas sus formas; desde inaugurar y poner en servicio obras inconclusas, hasta demoler el patrimonio -con prepotencia rabanera- y no acatar la orden de restaurar lo dañado; desde permitir informalidad y caos en el tránsito hasta avalar informalidad en planificar y orquestar su desarrollo; desde tolerar invasiones y apropiaciones de lo ajeno, hasta hacerse de la vista gorda con la contaminación ambiental y la pérdida de campiña.
Es claro –y muy preocupante- que mientras Arequipa no tenga pantalones y buena cabeza para poner orden, la ciudad seguirá siendo inconsecuente y desconfiable, es decir, con todas las veleidades de una ciudad informal.