Tal vez, la historia de Alexandro Quiza, es una de tantas que, por su grado calamitoso, a la larga, se convertirá en una narración extraordinaria, cuando no, una increíble ficción policial. Yo preferiría que su caso no pierda contexto y sirva de ineludible testimonio sobre el cual recaiga una mirada distinta.
Sin embargo, sacudiéndome morbosamente de preferencias y obedeciendo al asombro que me provocó saber de Alexandro, debo decir que lo ocurrido con este joven de dieciocho años, me recuerda inevitablemente al espeluznante cuento de Horacio Quiroga “el almohadón de pluma” en el cual, una pareja de recién casados se ve impedida de desarrollar una vida corriente, pero bajo las fascinaciones y comportamientos del amor, debido a que, desde el día posterior a la luna de miel, Alicia comienza a perder la vida gota a gota.
Lo que en la ficción, Alicia entendió como una actividad absolutamente habitual, como recostarse en el lecho para descansar, en la realidad, Alexandro ejecutó con una normalidad de la que antes nunca dudó. Así que bebió las aguas del río Ramis para sofocar su sed, de la misma forma que hacían sus vecinos, familiares e históricamente sus antecesores de San Antón en Azángaro.
Sin embargo, de la misma forma que la protagonista del cuento, a quien un bicho, “una bola viviente y viscosa” le chupaba la sangre por las sienes sin que esta se diera cuenta, Alexandro nunca supo que se enfrentaba a un monstruo lesivo y desfavorable para el hombre y su entorno: la contaminación, en este caso, resultante del proceso de extracción que los más de veinte mil mineros artesanales desarrollan a la vera del Ramis.
El agua que bebió Alexandro Quiza, como solía hacer, tenía residuos tóxicos como el mercurio, un metal pesado que se acumuló paulatinamente en su médula ósea. El agente contaminante le provocó “aplasia medular” es decir, el cuerpo de Alexandro ya no produce sangre.
La diferencia entre Alicia y Alexandro es categórica, tanto que, a esta altura del artículo, cualquier comparación suena ridícula y estúpida, sobre todo en un caso como este, donde la línea divisoria entre ficción y realidad, debo aceptarlo, resultó ser un paredón.
El desafortunado poblador de San Antón necesita dos cosas, la primera y más urgente, un trasplante de médula ósea.
La segunda es que alguien le explique por qué diantres el río Ramis se ha convertido en un reguero de muerte que dentro de poco tendrá a otros Alexandros postrados en una cama del Hospital General esperando por una trasfusión diaria que los mantenga vivos, en un mundo real que más bien parece una ficción policial o un cuento extraordinario donde la muerte te respira en la orejas mientras te cepillas los dientes o te amarras un zapato.