La buena violencia

Takanakuy

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Cuando J. me propuso escribir una columna de opinión le pedí que me explicara cuáles eran las expectativas que tenían sobre esta columna. De qué tema quieren que escriba. Con su habitual capacidad de síntesis me respondió: “Mira, ya no tengo saldo así que te la pongo fácil: Los viejos escriben sobre política y esas vainas aburridas. Así que escribe algo sobre la juventud, algo que le interese a la juventud”. Ok, le respondí, puedo escribir sobre el harlem shake. Claro, me respondió con natural sarcasmo, no te hagas paltas.

Siguiendo su consejo decidí no hacerme paltas y comencé a pensar en lo que puede desear, querer, anhelar, esperar, ansiar, pretender la juventud. Luego de 48 horas de intensos pensamientos y sueños húmedos me encontré sumido en la desesperación. No sabía qué buscaba la juventud(!). OK, no te hagas paltas, me dije en voz baja. Debe haber una solución, pensé. Google, escribí en la barra de dirección. En menos de 0.27 segundos conseguí aproximadamente 9,730,000 resultados a mi pregunta. Era mucho trabajo así que hice lo que cualquier universitario promedio haría en mi lugar. Leí por encimita los tres primeros resultados y abrí en una pestaña nueva el resultado de Yahoo Answers. Cuando cerré el Chrome me di cuenta de algo: Estaba asustado. Completamente asustado.

Estaba asustado porque esta insignificante cuestión hacia la juventud me había devuelto una ola de agua turbia que impactó con fuerza sobre el rostro. Yo no sabía lo que la juventud quería porque no sabía lo que yo quería. No sé qué quiero, pensé. No sabes qué quieres, me dije. Váyanse a la mierda, escribí en el documento de Word.

Tenía pistas, eso sí. Tengo pistas, pensé. Debo ir al baño, me dije.

Luego de un breve pero contundente fax dirigido a Ollanta Humala me puse a ordenar las pistas que tenía… Y entonces sucedió… Yo era un joven aspirante a escritor que empezaba a concebir su primera columna y se preguntaba sobré qué escribir. Inmediatamente recordé a ese viejo pendejo que escribió alguna vez: Me gustaban los combates. De alguna forma me recordaban a la escritura. Se necesitaban las mismas cosas: talento, cojones y estar en forma. Sólo que la forma era mental, espiritual. Bukowski debía tener razón porque yo sentía lo mismo. Escribir era luchar. Y yo quería luchar. Porque la vida siempre golpea. Luchar para proteger todo aquello que se ama. Por eso se lucha, por eso se escribe, por eso se entrena, por eso se madruga o no se duerme, por eso se crece, por eso mejoras, por eso golpeas. Para expulsar aquello que hace daño, para proteger lo bueno, para eliminar lo malo, día tras día, palabra a palabra, golpe a golpe, como en el Takanakuy.

En el Takanakuy -aquella fiesta que ritualiza el golpe directo en pueblos de la provincia cuzqueña de Chumbivilcas- se celebra la buena violencia. Precisamente “Takanakuy” se puede traducir como “agarrarse a trompadas mutuamente”. De este modo se expulsa la mala violencia, la negativa.

Explica Harold Hernández Lefranc -en un ensayo sobre Takanakuy- que existen dos tipos  de violencia: la buena y la mala. Inicia del análisis de la teoría del filósofo René Girard que dice que la violencia es un asunto universal y permanente que puede tornarse, en una sociedad tan inestable como la nuestra, peligrosamente desmesurada y expandirse como enfermedad, como peste. Frente a esta amenaza, surge la idea del ritual como solución, pues el rito purifica la violencia, engañándola, expulsándola de la sociedad. Entonces, entendiendo el Takanakuy como ritual, se puede decir que la violencia practicada en esta celebración es una respuesta girardiana ante el peligro de la disgregación social y la violencia recíproca que sufrimos constantemente.

De este modo el Takanakuy propone una especie de “ajuste de cuentas”, un espacio de resolución de conflictos a través de la violencia misma, y propone, también, reglas para administrarla: Las pelas suelen durar breves minutos. Todo termina cuando un árbitro y los compañeros de los adversarios ven peligrar la integridad del que está peleando. Al final de la pelea, vencedor y vencido se ponen frente a frente y sellan el fin del conflicto con un abrazo. En teoría, el abrazo simboliza que todo está arreglado, que todo se ha resuelto con puñetazo calato y patada limpia y ahora partners, choches, causas.

Gracias a la expectoración de los sentimientos -a través del golpe- la persona, el organismo, el alma, ha quedado curada, liberada. De este modo la violencia no se propaga, se queda allí, restringida, prohibida de ser reciclada y llevada a las calles donde corre el riesgo de contagiar a los otros.

Entonces, esta columna será una suerte de Takanakuy. Porque la vida siempre golpea. Porque es hora de ponerle su pare y arreglar la cosas. Proteger, desde este espacio, lo que se ama. Y curarse. Al menos intentarlo. Esto se resuelve rápido entonces. Ok. Estamos en el centro de la ronda.  Compadres y demás vecinos alrededor. El viento arrastra pétalos de Wayliya que se deshacen con natural ternura al rozar el rostro nervioso. Los puños endurecidos. Estamos listos. Siempre estamos listos. Tres. Dos. Uno.

Así comienza.