“Entre pueblo grande y pequeña metrópoli”

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foto ecopolis 8 AbrNunca han faltado quienes -medio socarronamente- suelen atribuirle la categoría de “pueblo grande”, una adjetivación que no deja de sonar odiosa y antipática; aunque al mismo tiempo despierta más de una inquietud por develar qué tanta veracidad podría guarecerse tras semejante denominación. Una primera exégesis pone en evidencia una Arequipa que ciertamente aún conserva costumbres y estampas urbanas de tiempos pasados –de cuando era, efectivamente, un pueblo-, mostrando carneros y vacas discurriendo orondos por calles del barrio, delante de banderitas rojas señalando sus infaltables picanterías, entre otras usanzas que le imprimen  a la ciudad -en pleno Siglo XXI- de un airecillo pueblerino -muy de antaño- y, sin duda, muy arequipeño también.

Sin embargo, el hecho de tratarse de una urbe que ya dejó la infancia para encaminarse a su plena madurez, ostentando una escala urbana mayor, ocupando un territorio cada vez más extenso, albergando una población creciente y generando un movimiento económico importante, hacen difícil de ver en Arequipa un “pueblo grande” y más bien una naciente y vibrante metrópoli que trata de trocar viejos y rasgados pantaloncillos cortos por nuevos y elegantes pantalones largos. Renunciar a desniveladas calles empedradas con canto rodado y casas con techo de paja, para vestirse de asfalto sintético y edificios de cristal es parte del proceso.

Aún así, la idea de “pueblo grande” nos asalta de nuevo al constatar que lejos de acusar un régimen de desarrollo urbano eficiente, Arequipa muestra, por el contario -y con ilusorio orgullo-, un crecimiento descontrolado  -más bien abaratado y desvalorado-, el mismo que se puede verificar fácilmente a ojos vista de la pésima calidad de la mayor parte de la obra pública que se viene ejecutando a lo largo y ancho de la ciudad. Pistas que no soportan el mínimo paso del tiempo; vías cuya geometría vial es por demás deficiente y torpe pues no ayuda en nada a mejorar la circulación del tráfico urbano; obras intrascendentes que se disfrazan burdamente  de transcendentes;  obras sin planificación y sacadas bajo la manga, como si el gobernar una ciudad fuese un símil de acto circense y en donde el truco radica en cuán rápido se muevan manos y manivelas.

Encima de ello, una policía de tránsito que, con máximo desinterés y descomunal falta de criterio, abona más al caos que al orden, más a la desconfianza que a la confianza y más a la corrupción que a la transparencia, obligándoseme a lanzar la interrogación si acaso una combinación de óptima cultura vial y una correcta- y muy eficiente- señalización vial (realmente de última generación) haría innecesaria la presencia de policías de tránsito en cada esquina, permitiendo contar con más uniformados cubriendo las tareas más difíciles y de mayor riesgo, -tras marcas, invasores y ladrones de siete suelas- que estirando la mano por brevetes, chelas y coimas.

Es así como Arequipa se debate en un conflicto existencial, pues como ciudad quiere ser grande y moderna, a imagen y semejanza de las grandes metrópolis de allende; pero al mismo tiempo sin poder deshacerse de sus antiquísimos  edificios patrimoniales y sus angostas callejas. Una crisis existencial que se ahonda cuando por ahí afloran sueños de opio al imaginarse a sí misma gozando de un modernoso metro -cuando no con un ultramoderno Maglev-; o cuando sueña con un súper puente para cruzar el rio y cuando brotan pesadillas talando árboles para acomodar más cemento, o como cuando, sabiendo o sin saber, bautizan como  “autopista” una simple avenida (como aquella que se pretenden hacer entre el Parque Industrial y Cerro Juli); o como cuando se utilizan guardavías  y chevrones carreteros en plena zona urbana (como en una esquina de El Vallecito); o como cuando llaman “parque metropolitano” a un simple parque sectorial; o “parque ecológico” a un parque común y silvestre; como si de un nombre dependiera ser lo que en el fondo no se es. 

Al final, solo queda esperar que Arequipa decida si quedarse como un pueblo grande  pero con todo lo bueno y lo malo que una pequeña metrópoli puede ofrecer o, por el contrario, alcanzar el status de una pequeña metrópoli conservando los mejores atributos de un pueblo grande pero sin renunciar a su valioso, único y singular legado. Una ciudad que, a pesar del paso del tiempo, sepa mantenerse con un pie en el riel de la modernidad (de la auténtica y verdadera) y con el otro en el riel de su valiosa historia y su rico patrimonio, en un compromiso ineludible e irrenunciable y sobre el cual, los que deseamos hacer de Arequipa un mejor lugar para todos, seamos los principales fiscalizadores y defensores para que este camino sea el escogido y no otro.  Al final, es lo menos que podemos hacer por este lugar que nos vio nacer y nos da de comer.