La presencia del artista en una determinada obra incide en su mayor o menor aura; a mayor presencia del artista, mayor el aura de la pieza en cuestión. Walter Benjamin acuñó este término medio esotérico en su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. El filósofo alemán define aura como el “aquí y ahora” de la obra original, imposible de transmitir a través de la copia. “Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra”, escribió Benjamin. Ese “aquí y ahora” equivalía a un certificado de autenticidad histórica, relevancia dentro de las artes y eliminaba de la posibilidad de la experiencia artística genuina –mala suerte- a un noventa y nueve por ciento de la población mundial interesado en las artes. Porque la experiencia del arte a través de una vil reproducción no era ni sería jamás lo bastante buena. De este supuesto se han valido mercaderes y especuladores para hacer su negocio redondo.
El urinario del artista. Duchamp es considerado el artista más importante del siglo XX. La influencia de la Fuente en la vanguardia ha superado largamente el rastro dejado por Picasso o Pollock, por citar tan sólo dos de los nombres más representativos. Parafraseando una frase sobre el capote de Gogol y la literatura rusa moderna, de la fuente de Duchamp bebieron todos. A Duchamp –no quiero dispersarme- le molestaba en extremo la mi(s)tificación (no le molestaban los juegos tipográficos). Su Fuente fue una bajada de revoluciones al ego del artista y una falta de respeto al señor Museo y a la señorita Arte. La historia del urinario –dicho sea de paso- ha sido contada una vez más en un libro publicado este año (¿Qué estás mirando? de Will Gompertz), en el que Duchamp hace un poco de bobalicón fascinado por los altos edificios neoyorquinos (como si la Torre Eiffel no fuera lo bastante alta). La presencia del artista –para volver a lo nuestro- en su más célebre readymade es mínima. Duchamp eligió el objeto, lo giró, lo bautizó, lo seudonomizó y lo fechó. Luego vendrían la historia alrededor del urinario, la fotografía de Alfred Stieglitz y el artículo explicativo escrito por su amiga Louise Norton publicado en The Blind Man (El hombre ciego; Duchamp odiaba lo retiniano, aquello que impactaba a la retina y nada más que a la retina). Pese a que Duchamp priorizó la idea sobre el objeto, todos estos detalles alcanzaron a llenar el urinario -hasta hacerlo rebasar- con la presencia del artista, salpicando al ojo de la crítica y del espectador un detestable aura.
Merda d’artista. Piero Manzoni dejó bien sentada su posición respecto a la presencia del artista. Empezó firmando personas y llamándolas Estatuas vivientes, dependía del color con el que las firmara para que la persona en su totalidad o sólo en aquella parte firmada fuera considerada una obra de arte. Y les entregaba un certificado. Luego se dedicó a vender globos inflados por él mismo que tituló Respiración del artista; si los inflaba en presencia del comprador su valor ascendía como si lo hubiera inflado el mismísimo Charlie Parker (es broma). La parodia de la presencia del artista llega a su extremo irónico y sarcástico con Mierda de artista: latas que contienen treinta gramos de excrementos cagados por el artista y que, como entonces el oro, se cotizaba a $1.12 el gramo. Nada en el mundo necesita menos interpretación que esta genialidad de Manzoni. Qué mayor presencia que las propias heces. Muy de vez en cuando se levanta una racha de curiosidad respecto al verdadero contenido de las latas. Nadie se atreve a abrirlas por temor a haber sido estafados.
La presencia del artista. Hace unos años, “la abuela del performance”, Marina Abramovi?, llevó a cabo toda una hazaña en su género. Permaneció 716 horas sentada, mesa por medio los primeros días, ante sus ocasionales visitas que, en su silla respectiva, se sentaban a mirarla y a ser mirados por ella. Las 716 horas las realizó durante varias semanas y en horario de oficina, como un cajero cualquiera de banco. Tanto Duchamp como Manzoni combatieron la mistificación del artista: no somos nada del otro mundo ni estamos tocados por la divinidad. El afán era evitar que mercaderes y especuladores se forraran de dinero utilizando el supuesto aura del artista para estafar al ciudadano promedio. Marina Abramovi?, en cambio, se aprovecha del equívoco. Se deshace de la obra y la presencia del artista es el artista en persona (sin el menor asomo de conciencia crítica). A Marina le conviene que la gente siga pensando que el artista es magnífico y que el Arte merece bien su mayúscula inicial. Cuando he vuelto a ver el famoso documental sobre Marina (su performance Los Amantes es realmente épico) y he vista la cola de personas esperando su turno para sentarse frente a la artista, he imaginado una fila interminable de urinarios esperando su oportunidad de ser elevados a la categoría de arte. Perdón, de ARTE.