Germán Rivera Pinto expuso, hace largos cinco años, una obra que se merece la más glamorosa pared del museo de arte moderno de Nueva York. Sí que sí.
Rivera Pinto reprodujo, en formato grande, uno de los stickers que vienen con el popular masticable Chichiste. Si la memoria no me falla el chiste que se leía en aquel formato rezaba así:
Germán le dice a su mamá “Quiero ser artista”.
Jajajajaja.
En tiempos antiguos el arte fue visto como un oficio para locos. ¿Quién en su sano juicio podría soñar con dedicarse a un trabajo que a la larga lo haría morirse de hambre? Un artista en la familia tenía que ser un mal agüero, un repentino mechón de canas en la cabeza del padre, un sembrío de arrugas en el rostro de la madre, una larga conversación que finalizaba con un suspiro, una lágrima y ¿Oh Theodorus, qué hicimos mal? Van Gogh. Vincent Van Gogh, el arquetipo del iluminado kamikaze que vive para su obra, a pesar de su vida. Un paradigma, de los tiempos antiguos. Nadie mejor que Van Gogh para ejemplificar la desdicha y la locura que troquelan el camino del arte. A partir de su vida se han tejido todo tipo de leyendas que llueven con desesperación sobre cada aspirante a artista que aparece en el mundo.
De allí que la obra de Germán Rivera Pinto condense un análisis histórico de la concepción del artista en el imaginario mundial de una época reciente. Esa risa luego de la confesión vocacional es una poderosa imagen y como toda imagen dice más que mil palabras. Nadie tomaba en serio a los artistas. Pero, claro, eran tiempos antiguos.
En la actualidad, ser artista paga. Y paga bien. No sólo en el extranjero, aquí también. Sí, sí. A la vuelta de la esquina. Para comprobar, la primera feria internacional de arte del país llamada ART LIMA, que se alzó como el espacio más elitista de intercambio económico alrededor del arte que haya visto el Perú. Y si eso no es suficiente, el reciente rompimiento de Ramiro Llona, uno de los más exitosos artistas peruanos, con la galería Lucía de la Puente, por un tema también económico. Ambas experiencias confirman con altoparlantes una verdad que se arrastraba silenciosa en el mundillo del arte nacional: Está moviéndose mucha, demasiada, excesiva plata alrededor del “arte” en la capital.
La razón es una sola: El arte ha dejado de ser arte para convertirse en una mercancía. El arte, asumido ahora como “producto” puede ser ensamblado, envasado, etiquetado y vendido como un automóvil o un vestido nuevo en cualquier supermercado.
El arte es una mercancía. Una mercancía porque se ofrece al mejor mercado. Porque existe un vendedor que le coloca un precio elevadísimo. Porque existe un comprador dispuesto a pagarlo. Porque existe un artista dispuesto a “crear” algo competitivo que pueda venderse a un monto mucho más disparatado. Porque existen personas que manejan espacios y códigos que se cierran en sí mismos para hacer del arte algo incomprendido (por lo tanto alejado, por lo tanto exclusivo, por lo tanto costoso). Porque nuestro modelo de éxito se basa en el dinero. El dinero.
Recuerdo el primer año en la escuela de arte. Todo bello, puro, nuevo. La intensidad de las conversaciones en los que se perseguía -como niños tras una cometa fugitiva- los significados de la palabra artista. ¿Qué es el arte? Todos lo sabíamos. No tenía que ver con el dinero. Porque el dinero es esclavitud por donde se le mire. Y el arte tiene que ser ante todo, libertad. Libertad tal como nos lo indica la voz surgida al final de aquel hermoso documental brasileño llamado ISLA DE LAS FLORES:
“Libertad es una palabra que el sueño humano alimenta, que no hay nadie que lo explique y nadie que no la entienda.”
Aún estamos a tiempo. Hagamos del arte un ejercicio que se alimente de los sueños para mejorar el mundo y no una práctica que el dinero degenere a través de la compra.