Lateando

Resacas

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A Julius Olatubosun, último flaneur

Miraba todo con ojos ávidos. Y también quería escucharlo todo, incluso el sonido que podía hacer un escarabajo empujando su bolita de estiércol (confieso que hasta ahora no he visto –mucho menos oído- a estos sísifos en miniatura). Baudelaire compara la sensibilidad de un niño con la de un convaleciente. Será por eso que me ha dado por recordar viejas y modestas caminatas.

Los nombres de algunas calles –por ejemplo, Arias Aragüez- hacen referencia a personas que han existido y en las que jamás pensaba porque no sabía nada de ellas. Luego me enteré de que Arias Aragüez fue un comandante que peleó contra los chilenos en la batalla de Miraflores, que una vez dijo “¡Yo no me rindo, carajo!” y que murió en la susodicha escaramuza de un certero balazo. Ahora en esta calle, en el local de la Divandro, vienen a parar los cargamentos de droga incautada. Y los carros que han sido utilizados para contrabandear la droga se amontonan afuera como en un cementerio de chatarra. En esta misma calle –desde hace veinte años- hay también un árbol con su letrero de “¡Cuídame!” borroneado por la intemperie y una llanta colgando a manera de columpio.

El mundo no es más que la prolongación de las calles de la infancia. La calle Arias Aragüez, a una cuadra de la plaza Umachiri (en memoria de Melgar), hacia abajo se convertía en la avenida Lima y en diagonal en Sepúlveda. Pese a ser Sepúlveda una ruta tranquila, me produce hasta ahora cierta inquietud: por ahí queda el cuartel Bustamante donde hay soldaditos apostados en sus torres de vigilancia; cada vez que pasaba por ahí sentía que, si me detenía, si dejaba de circular, me dispararían a matar. Incluso ahora, que ya estoy bastante grande como para sentir estos temores de infancia, todavía me produce cierta aprehensión pasar cerca de esas torres así vaya en combi (sé que es una estupidez -aunque las noticias dicen lo contrario). Otra distracción en esta calle: la fila de tiendas que venden aceite para carros y repuestos y cosas de ese tipo. De esos locales –lo recuerdo como si ahora mismo estuviese ahí- salía como un vaho frío y húmedo: el piso solía ser de tierra y lo mojaban para que no levantase polvo. Eran sitios oscuros en los que el brillante afiche –al fondo- de una calata vendiendo repuestos para carro o pintura, intentaba en vano alegrar una atmósfera bastante lúgubre. Nabokov describió una vez el arco iris que se forma en los charquitos de aceite. Había manchas de aceite por todo lado pero ningún arco iris. Supongo que, siendo el piso de tierra, cualquier charquito de lo que sea era pronto absorbido.

En la avenida Lima, en cambio, todo es más vertiginoso. Los autos pasan a gran velocidad y las combis compiten por ganar las esquinas y meter más pasajeros donde –uno creería- ya no hay más sitio. Todo es tiendas y gente entrando y saliendo. Abundan los salones de belleza, donde por cinco soles te hacen un corte a la moda, o te arruinan social y definitivamente. Hay restaurantes, farmacias, ferreterías, casas que han abierto su tienda de abarrotes, licorerías, cabinas de Internet, fábricas, hostales. Y gimnasios. Todos en el segundo o tercer piso y con enormes ventanales: para ver cómo hombres y mujeres se esfuerzan por ser mejores cuerpos y sienta uno también ganas de llevar una vida sana y sexualmente más activa (¿de eso se trata, o no?). Aparecen las bicicletas estacionarias en primer plano, como en una vitrina, para que sus usuarios se distraigan viéndote mientras se ejercitan. Y yo los veo a ellos y pienso, qué pasaría si un día estas bicicletas se rebelaran y renunciaran a su condición de inmóviles, si millones de asombrados ciclistas –en su momento estacionarios, ahora kamikazes- rompieran el cristal de su vitrina y se precipitaran, en una cascada incesante de metal y carne, al vacío y al tráfico de un día cualquiera.

Como dice un poema de Frost, hoy este camino, mañana el otro. Y no porque dé lo mismo, sino porque uno termina siempre perdiéndose de algo: la catarata de ciclistas o el arco iris en el aceite.