A Macedonio Fernández
Hace poco me visitó una amiga y al pasar por mi patio, pasmosamente vacío, comentó: “Aquí hace falta una planta”. Desde entonces vivo en el temor constante de que un día de estos y sin previo aviso, la amiga se aparezca en la puerta de mi casa cargando una pesada maceta –a la medida justa de sus fuerzas- con la dichosa plantita asomándose entre la tierra, creciendo pensativa. Y es que ella –mi amiga- cree fervorosamente en la bondad tácita de cualquier regalo y en la sorpresa como antídoto eficaz contra la rutina, que ella detesta. Y yo que, prácticamente, soy también una planta, temo la presencia de la intrusa, apoderándose del espacio que me rodea y que, dicho sin ambages, me pertenece única y exclusivamente. Desde entonces, desde ese comentario hecho a la volada, mi dosis diaria de cigarrillos se ha duplicado producto de la ansiedad. Una pesadilla –mezcla de Casa tomada y La tiendita del horror- se alía con mi antigua tendencia al insomnio y me obliga a fumar hasta en ayunas, hábito que creía había superado.
Amigos y familiares han intentado convencerme de que me convendría tener una mascota, incluso han amenazado con regalarme un gatito o un perrito. Me gustan los animales –en especial los perros de raza grande- siempre y cuando no tenga que ir por ahí limpiándoles el rastro u ocuparme de ellos más allá de tres minutos al día. Una planta, por más demandante que sea, no requiere la mitad de cuidados que el más apacible de los cachorros; sin embargo, su frágil existencia es constantemente amenazada por“un gato, una helada, un golpe, sed, calor, viento”, tíos molestos, etcétera. Y para no perturbarla no podría escuchar otra cosa que no sea música clásica (las plantas son criaturas extremadamente nerviosas). Susurrarle obscenidades al oído o acariciar tiernamente sus hojas, excede por completo mis facultades. Pese a todo, pese a mi aversión inicial, podría llegar hasta a encariñarme con ella –con la plantita- y que se pueda morir, de un momento a otro, por un exceso de cuidados, me aterra.
Lo último es una exageración. Mi sentimentalidad se ha perdido irremediablemente. No hay gatito ni perrito ni plantita que me ayuden a recuperarla. Estoy de acuerdo con regalar cosas, pero regalar seres vivos me parece un exceso. Debí cortar por lo sano y decirle a mi amiga, en ese preciso instante, que ni se le ocurra regalarme una planta ni nada que se le parezca. Ella –mi amiga- no sabe que escribo y publico una vez a la semana: las posibilidades de que lea esta advertencia, más bien súplica, son mínimas. Y no me atrevo a llamarla por temor a recordarle asuntos pendientes.