Las cifras son más que elocuentes. En 1960 había 9 universidades con una población universitaria de poco más de 30,000 estudiantes, equivalente al 0,3% de la población nacional. En 1990, más de 51 universidades ofrecían sus servicios a una población universitaria de 360,000 estudiantes, equivalente al 1.65% de la población nacional. Es decir, que en 30 años, entre 1960 y 1990, la matrícula universitaria se ha multiplicado 5,5 veces. Hoy en día, en el Perú operan casi 140 universidades, lo que estadísticamente representa una universidad para cada 215,000 habitantes, cifra que no asegura nada positivo en sí misma. Veamos.
Tenemos un promedio de 200 universitarios por cada 10,000 habitantes, mientras que países como Chile tienen apenas 125, Japón 169, México 148 o Inglaterra con 65. Esto significa que la oferta de educación superior en el Perú tiene una cobertura nada despreciable, aunque en términos de financiamiento per cápita, estamos aun en el sótano. Mientras que Chile asignaba en 1992 un promedio de US$ 1,700 por alumno, en el Perú apenas se asignaba el equivalente a US$ 340. Comparando, un estudiante universitario chileno recibía de su gobierno 5 veces más presupuesto que un estudiante universitario peruano. Muy lejos de los US$ 8,700 en USA o los US$ 6,000 en Japón.
Se dice que el Perú ofrece una riqueza biológica única e incomparable con relación a otros países del mundo; sin embargo, apenas el 2% de los graduados peruanos optaron por abrazar carreras en ciencias naturales, muy por debajo del 26% que lo hace en India o el 18% como ocurre en Italia. La pregunta cae de madura, es así cómo aspiramos mantener liderazgo mundial en biodiversidad? Así quiere nuestro país conservar su patrimonio natural? Seguimos siendo un país de abogados, con casi 65,000 estudiantes de Derecho a nivel nacional (8% de la población universitaria), dejando de lado –sin menospreciar a los jurisconsultos- la formación en nuevas carreras profesionales que realmente ayuden a encaminar el crecimiento económico por la ruta del desarrollo y la sostenibilidad. Por ejemplo, mientras que en Estados Unidos hay un arquitecto paisajista por cada 18,500 habitantes, aquí en el Perú apenas somos 1 para cada 6 millones de habitantes y no hay ninguna facultad o escuela universitaria que prepare profesionales en esta rama, apenas un cursito por aquí y un seminario por allá. Será por eso que en materia de diseño urbano, nuestras ciudades lloran cursilerías y esperpentos?
De otro lado, en términos de costo-beneficio, el promedio de graduados universitarios, con relación al número de ingresantes se mantiene en un 30%; existiendo algunas universidades con cifras de apenas un dígito. Entonces, si apenas uno de cada tres estudiantes universitarios culmina su meta y termina ofreciendo un servicio profesional a la sociedad, que hacemos con los otros dos “fallidos” profesionales? Cuánto significa esto en pérdidas para el país? Total, las universidades privadas ya cobraron esas tres matriculas, pero, y el país qué? A esperar por otra generación, quizás? Y la pérdida económica para las familias que financiaron estudios en universidades privadas a hijos que tampoco culminaron con graduarse y/o titularse?
Entre 1970 y 1992 la universidades estatales ejecutaron un gasto total de S/. 2,335 millones (equivalente a US$ 1,600 millones); sin embargo hay una universidad privada que representa un negocio de alrededor de 365 millones de soles al año. Si ser privados es tan buen negocio, porqué no entonces privatizar la educación superior en el país? Acaso no podría haber un sistema de subsidios cruzados para no dejar fuera a quienes provienen de sectores de extrema pobreza? Al final, eso de la gratuidad de la enseñanza pública superior es bastante relativa, pues no alcanza al posgrado y ni que decir en cursos de titulación de pregrado, cuyos precios hasta incluyen selección de jurado, tipo de dictamen y ceremonia de festejo. Al que le caiga el guante, que se lo chante.
A la fecha, hay en el país casi 140 universidades, la mayor parte privadas. Entre todas se reparten casi 800,000 alumnos en pregrado y alrededor de 60,000 en posgrado. De estos últimos, 45,000 son estudiantes de maestría y apenas 4,000 estudiantes de doctorado. Nadie sabe si estas cifras son positivas o negativas para el país. Gran misterio por resolver.
Entonces, que esperar de una nueva ley Universitaria? Acaso el país debe seguir sumergido en una lenta agonía académica que sólo se contenta de ver más postulantes y no se horroriza de ver cuántos de los ingresantes culminan con éxito su carrera formativa con un grado superior y no un simple bachillerato? Quién garantiza la inserción laboral de los egresados? Es obvio que los niveles de preparación y las vallas de exigencia académica están muy debajo de un estándar de calidad que pudiera garantizar que, aun antes de culminar la carrera, los mejores cuadros ya sean considerados prospectos empresariales? Debe la responsabilidad de la universidad terminar con la entrega del cartón, o debe, tal vez, ir un poco más allá? Tuve la suerte de estudiar en una universidad holandesa que cada dos años se preocupa de actualizar conocimientos a sus egresados en todo el mundo. Eso es responsabilidad social-académica.
Por tanto, no creo que el debate de la nueva Ley Universitaria deba concentrarse única y mayoritariamente en temas de sueldos y autonomías. Creo que las universidades se deben fundamentalmente a la sociedad y debe ser entonces la sociedad quien las fiscalice. Debe ser la sociedad la que, de alguna manera, tenga cabida en la agenda académica proponiendo iniciativas que puedan derivar en investigaciones concretas y que realmente conduzcan a aportar en la solución de los problemas más álgidos que aquejan a la sociedad; sin que esto signifique, de ninguna manera, violentar la “sagrada” autonomía universitaria.
No creo en universidades que funcionen en un garaje y que, sin la más mínima capacidad de infraestructura, puedan realmente utilizar con dignidad y ética la denominación de “universidad”; como tampoco creo en aquellas en donde predomina un sentido comercial y mercantilista de la educación superior. Una universidad que pretende cubrir todo el territorio nacional es simplemente como aquel pequeño restaurante carretero que ofrece más de 500 platos a la carta. Yo dudo.
No creo en universidades que profesen políticas de alta rotación de carpetas, por encima de políticas encaminadas a alcanzar la calidad en los procesos de enseñanza-aprendizaje. No creo en universidades que han hecho de la titulación masiva un negocio de ocasión. Tuve la suerte de estudiar en una universidad en la que el primer día de clases nos dijeron que de los 15 alumnos, solo iban a aprobar a los 12 primeros. El resto, de vuelta a casa o re matricula por un semestre adicional. Eso generó competitividad y dedicación extrema con resultados positivos tanto para los estudiantes como para el buen prestigio de la institución educativa. Pagar una pensión no debe otorgar derecho a reclamar una aprobación automática, como tampoco se debe tolerar diferencias por calidad de enseñanza entre universidades públicas y privadas.
No creo que una universidad peruana que no aparezca en un lugar decente en el ranking mundial de educación superior y apenas algo en el ranking latinoamericano. Envidiable, sin embargo, el lugar expectante que ocupa la gastronomía peruana en el contexto global.
Si creo en una universidad donde la única manera de obtener un título profesional o un grado académico sean mediante el desarrollo, sustentación y debida aprobación de una Tesis y no mediante resoluciones ni decretos que “regalan” reconocimientos académicos, cual si fueren simples mercancías y donde los doctorados “honoris causa” son mas causa de deshonor que otra cosa. Si creo en una universidad pública que plantee líneas de investigación coherentes con la realidad local, regional y nacional, capaz de convertirse en una auténtica y verdadera locomotora del desarrollo y no simplemente en una maquinita de sueldos para unos pocos encaramados en las cúpulas de poder. La universidad debe ser un espacio más democrático, menos autocrático y muchísimo más eficiente y transparente.
Si creo en una universidad que apoye la investigación como fuente básica de indagación de cómo resolver los problemas a la luz del método científico y desde muy temprano en el pregrado y no solamente como un fugaz requisito para la tesis de posgrado. Hay que sembrar la semilla de la investigación para poder, mas tarde, recoger frutos. Eso significa instaurar una clara política académica de investigación universitaria, promoviendo a profesores dedicados exclusivamente a esta materia y con los recursos que así lo garanticen, incluyendo una revolución arquitectónica en la concepción de la planta física tradicional, para contar con todos los espacios que una universidad que hace investigación, requiere de manera óptima. No podemos seguir mintiendo a la colectividad con el cuento que hacemos investigación. Particularmente, no puedo seguir enseñando teoría de la investigación sin contar con un Laboratorio de Investigación, donde testar y poner en práctica lo aprendido; un lugar ad-hoc donde encontrar hallazgos que permitan descubrir innovadoras formas de solucionar un problema de la realidad. Los laboratorios no deben seguir siendo patrimonio exclusivo de la química, la física y la ingeniería.
Recuerdo que hace más de 15 años atrás, junto a una colega instauramos el CIPRODEMA, el Centro de Investigación, Promoción y Desarrollo del Medio Ambiente en la Facultad de Arquitectura de la UNSA. La palabra “investigación” era demasiado nueva y muy poco bien entendida en aquellos tiempos, por lo que la idea no tardo en morir de inanición, pues nadie creía que la asignación de recursos a semejante idea podría traer beneficios a una universidad que simplemente no creía en la investigación.
Si creo en una universidad que practique la meritocracia –en el mejor buen sentido académico- reconociendo y promoviendo a quienes ofrezcan méritos y capacidades académicas superiores, y no promoviendo la genuflexión como requisito para la disposición de cargos y posiciones de alta responsabilidad académica.
Finalmente, si se trata de una reforma universitaria, que sea una reforma que corrija las deformidades que han hecho de la universidad peruana, una instancia que ha perdido protagonismo y liderazgo en la construcción del Nuevo Perú, un Perú más justo, más eficiente y más consecuente con su legado natural e histórico y de cara a enfrentar retos de constante superación para asegurar el bienestar de estas y las próximas generaciones.