Joyce o Becket

Resacas

joyce y beckett

16 de junio

La literatura no tiene más que dos opciones. Se puede querer ser Joyce o se puede querer ser Beckett. No hay más. Dos caminos (irlandeses ambos) divergían en el bosque y el resto no era sino ruido y oscuridad. En la biografía sobre Joyce escrita por Richard Ellmann aparecen ambos, sentados uno al lado del otro, con las piernas cruzadas y en silencio, “Joyce está triste por sí mismo y Beckett por el mundo”. En esa modesta habitación, la literatura, partida en dos, quedó acorralada.

En la literatura peruana, como en cualquier otra literatura del mundo, los escritores se dividen en joyceanos y beckettianos. Hacia el lado de Joyce (y para no emborronar todo de nombres) está Vargas Llosa; hacia el lado de Beckett, Ribeyro. “Trilce”, de Vallejo, es ambos. La misma partición de aguas, puede hacerse hacia delante o hacia atrás. Nada de errores cronológicos. Por el lado de Joyce, la exuberancia, lo barroco, innovación de las técnicas narrativas, orden, fe en una novela bien armada, redonda, total; por el lado de Beckett, parquedad, escasos recursos narrativos, minimalismo, absurdo y caos. A Joyce lo tentó una babel ilegible; a Beckett, el silencio. Joyce utilizó diferentes idiomas para componer una misma obra; Beckett prefirió escribir en una lengua que no era la suya, el francés, para evitar excesos.

Las playas rocosas de Dublín son ahora mi paisaje. El mar verde-moco, tensa-escrotos. Ese mar, sobre el que mejor no decir nada. Camino entre páginas que se suceden como olas golpeando una orilla específica, una orilla cualquiera. No estoy solo. A lo lejos, una silueta negra se detiene al lado de una roca. Se hurga la nariz y saca un colosal moco. Piensa que nadie lo ve. Disimuladamente, limpia su índice en el borde filoso de la roca. Más allá, un ser renqueante, recoge guijarros, los reparte entre los bolsillos de su saco y pantalón y elige uno para meterse a la boca. En ninguna otra playa me he sentido más a gusto. El tipo de los guijarros guarda el que tenía en la boca en el bolsillo derecho del saco, y saca uno nuevo del bolsillo izquierdo del pantalón y se lo mete a la boca. La silueta negra se inclina contra el viento, escribe algo en un papel.

Es 16 de junio. En Dublín. Un día que no se agota en un millar de páginas. Joyce aparece un segundo. La gata de Leopoldo Bloom remolonea alrededor de la mesa, espera que le tiren un trozo de hígado fresco. “La gata maulló de la mesa, maullando. Igual que como anda por mi mesa de escribir. Prr. Ráscame la cabeza. Prr.” El 16 de junio —para todos los que respiramos literatura o padecemos el mal de Montano— es el día más importante del año. Un día que no se agota en un millar de páginas. Un 16 de junio, en Nueva York, Beckett estrenó la antítesis perfecta del Ulises. En un descampado lleno de escombros y basura, se oye en la penumbra el llanto de un recién nacido. El sonido amplificado de una inspiración remece el aire y la luz ha alcanzado su máxima intensidad. El mismo sonido amplificado, pero ahora de la exhalación, vuelve a remecer el aire y la luz mengua hasta extinguirse, volviéndolo todo a la oscuridad inicial. Breath no dura más de treinta segundos. Joyce describió un día en mil páginas, Beckett describió la vida entera en treinta segundos.