"La Chispa"

Amor al chancho

columna Amor al Chancho

Muchos dicen que heredé la «chispa» de mi viejo –y cómo no iba a ser, si mis abuelos fueron unos comediantes en potencia que por cuestión de pasajes no llegaron a “Trampolín a la Fama”-, por supuesto a mí me hubiera gustado heredar unas propiedades, en Acarí tal vez, por lo menos las ruinas de una hacienda algodonera, aunque mis queridos abuelos fueron otros desafortunados hijos de África que todavía olían a mascarón de proa y ventisca marina. La negra Vicky y el viejo Pampo. En todo caso, justo hubiera sido heredar su vieja camiseta del Alianza Lima, por la cual lloraba cuando le metían una pepa y hasta se deprimía con la derrota.

Si no me equivoco, fue en el 92 ó 93 ¿ó en el 91? cuando un metrosexualísimo Ronald Baroni, con una injustificable venda en la muñeca -que luego se convirtió en moda-, le hizo un gol de cabeza a los potrillos post Focker, débil cabezazo que igual samaqueó la red, tras un tiro de media vuelta de Amado Núnez, el mismo que mandó a dormir a Kopriva de un quiño en la mandíbula siniestra, pero de nariz perversa el argentino. Cómo le habrá dolido a mi viejo ese gol y cómo ese puñete, tal vez más que aquella vez en que lo abrieron para operarle la tripa por comer mucho picante.

Lo cierto es que heredé su chispa, eso que muchas veces hizo que me ganara el apelativo de el “payaso” del grupo, el payaso de la familia, el payaso de la oficina, el payaso de la cancha, el payaso de la fiesta, el payaso del pequeño departamento, etecé, -sin desmerecer, por supuesto, a los verdaderos payasos. Es ventajoso ser eventualmente uno, por ejemplo, una vez, cuando E. y yo viajamos a Puno a cubrir un conflicto social, la carretera que llevaba hacia Desaguadero (nuestro obligado destino) estaba cubierta de piquetes hechos de piedras, escombro y hasta postes de alumbrado público. Para continuar nuestro viaje tuve que valerme de la payasada heredada. Los hombres que vigilaban el piquete habían determinado no dejarnos pasar por más credencia de Prensa que nos colgaba en el pecho. Antes de resignarnos, a uno de los revoltosos se le ocurrió preguntarnos si queríamos un poca de coca para picchar, le dije de inmediato que a mí sí pero que a mi compañero no porque él sólo se la disparaba en polvo”. La payasada funcionó, “un cague de risa” que le dicen, podría decir que casi, casi nos hicimos amigos, como sí pasó en aquel viaje con Dina, una pobladora de Vilcallame, a quien le dije que era soltero, y luego de un coqueteo apretado en una camioneta verde, logre que me ofreciera estadía gratis en su casa de adobe. Nunca volví-

Lo que felizmente no heredé de mi padre, fue esa desquiciante manía de leer los nombres de los créditos de una película gringa, por supuesto con una terriblemente pésima pronunciación del inglés… sí, nombre por nombre, hasta el último en salir y en 8 caracteres.

Tampoco heredé esa curiosidad mórbida desprovista de todo sentido de autoprotección. Un día de 1993, dos hombres se fileteaban el cuerpo en las afueras del mercado San Camilo; al ver la sangre y unos pedazos de órganos volar por encima de los toldos (Chúpate esa Tarantino), la gente salió corriendo… menos mi papá, que, como si viera una pelota cuadrada, dijo: “mira, mira, esos dos…” En realidad era lo que quedaba de esos dos.

Lo sé, él periodista debió ser él.

Mi viejo fue pescador, cantante de orquesta, puntero izquierdo del Strong Boys, cobrador de micro, guachimán, vendedor de piedras y saco largo, pero su chispa, es decir, lo mejor de él, fue lo que heredé yo. Una vida seria no lo hubiera llevado a nada y a mí tampoco. Por eso ahora, con más de 20 años como profesor, no ha podido corregir esa manía de contar chistes a sus alumnos cuando los ve acojudados. Y ninguno puede no saludarlo con emoción y cariño cuando lo ve acojudado a él por la calle.

-Profesor Segura!!!-,

-hola hijo-,

-¿es tu alumnito?-,

-sí… pero es más relajado el pendejo…-