Chicas

Resacas

roy lichtenstein

A Helen Bober

Le pregunté qué le gustaba tanto de su ex que, después de dos años y medio, seguía tan templada. Su optimismo, me dijo, no se hacía problemas de nada y yo que soy tan problemática me venía bien, me ayudaba a salir de mis depres. En ese momento, no se me ocurrió mejor cosa que hacerme el enamorado y decirle algo así como, “un tipo que deja a una chica tan linda como tú, parece más idiota que optimista”. No le gustó lo que dije. Tomó un sorbo de su chela, se paró, celular en mano, y salió del local. No era la primera vez, en lo que iba de la noche, que se paraba intempestivamente a hacer una llamada. Volvió a los diez minutos, radiante de felicidad (irreconocible) y me dijo “lo siento, pero me tengo que ir”. Y se fue.

Yo conozco al tipo por el que mi amiga padece y sonríe, más lo primero que lo segundo, y créanme, su famoso optimismo es pura imbecilidad. Puede parecer que hablo por la herida pero, si quieren que les sea absolutamente franco, la chica en cuestión ni siquiera me gusta tanto como para pedir la cuenta e irme en busca de alguna otra chica más linda. Es decir, mi amor propio no sufrió un ápice. Me quedé en la misma mesa de siempre, seguro que, tarde o temprano, caería un amigo con el que paliar el aburrimiento. Mientras tanto, pensé un poco en la situación de mi amiga y en su absoluta dependencia del ex, no había conocido a nadie que se hallara en tremendo estado de vulnerabilidad. Como les decía, yo conozco al sujeto. La gente (mi amiga incluida) suele confundir imbecilidad con optimismo. Y la diferencia es muy clara. El optimista sabe que la vida es tremendamente complicada y aun así, no renuncia, sigue intentando. El imbécil en verdad cree que la vida es de lo más fácil. Mi amiga se había olvidado su chalina en la silla. Le di ocho vueltas alrededor de mi cuello y con lo que quedó tiré hacia arriba, como quien juega al ahorcado. En verdad me estaba aburriendo.

Intenté recordar todas las chicas con las que había estado. Una de ellas, con la que estuve mucho tiempo, tenía raptos de locura en los que, literalmente, me evitaba a toda costa. La llamaba al teléfono fijo (no usaba celular) y contestaba su mamá. “Ahorita se está bañando. Llámala en diez minutos”. Llamaba en diez minutos y otra vez atendía la señora: “Acaba de salir”. La misma estrategia se repetía un día sí, un día no. Pero la siguiente vez no esperaba diez sino cinco minutos. Y lo mismo: “Acaba de salir”. En una de esas llamé casi inmediatamente, no habían pasado ni treinta segundos y la respuesta fue la misma. Pasadas dos o tres semanas, se aparecía como si nada y seguíamos saliendo juntos como si nada. Luego empecé a salir con una chica que tenía novio. Una situación bastante desagradable, pero ella me gustaba tanto que mis escrúpulos miraban para otro lado. En los pocos meses que duró nuestra relación, terminó y volvió con el novio un promedio de ochenta veces. Otra ex tenía la fea costumbre de despedirse, cada vez que hablábamos o nos veíamos, con un premonitorio “te dejo”.

Saqué el celular para ver la hora y encontré un mensaje. “Me olvidé mi chalina. No la pierdas. Te llamo”. Por supuesto, al mensaje le faltaba la mitad de las letras pero llegaba a adivinarse. Fueron llegando los amigos y pedimos una jarra y luego otra y otra hasta acabar en medio de mucha gente, bailando cerca de unas chicas que estaban bastante bien. La idea era hablarles. El celular comenzó a vibrar en el bolsillo de mi pantalón. Era mi amiga, la que se paró y se fue, quería que nos encontráramos en tal sitio, en cinco minutos. Eran las tres de la mañana. Lo primero que me dijo al llegar fue “Tienes razón, es un imbécil”. Y se puso a llorar.