Perpetua quietud

Resacas

aquiles y la tortuga

A Zenón de Elea

Así quisiera ir hasta tu casa y golpear tu puerta —con las ansias y el miedo de verte— así quisiera, un millón de veces, fracasaría en el intento. Si de mi casa a la tuya media una distancia de, digamos, mil metros, antes de acercarme cuatrocientos tendría que haber recorrido primero doscientos, y antes de eso cien, pero antes cincuenta. Siendo el espacio infinitamente divisible, se entiende que para avanzar un metro en dirección a tu casa (léase, en dirección a ti) tendría antes que recorrer la mitad de ese metro, y antes la cuarta parte de ese metro… Por eso Aquiles jamás alcanzó a la tortuga, ni la piedra al árbol y la flecha permanece suspendida, inmóvil, en la mitad de la mitad de la mitad de su trayecto (en realidad, tal trayecto no puede existir).

Desde pequeños se nos enseña que el corazón tiene dos movimientos, sístole y diástole. Lo que no se nos dice es que entre ambos movimientos existe una mínima pausa de quietud absoluta, la acinesia. Lo mismo ocurre con el movimiento más complejo del tenis, el saque. Se solía hablar de una pausa antes del latigazo final, ahora se describe ese instante como un cambio de ritmo. Otro intento por erradicar de la conciencia la noción de quietud. Nabokov sabía de esa pausa y supo describirla perfectamente: “Lolita tenía un modo peculiar de levantar la rodilla izquierda doblada al iniciar el acto amplio y elástico del «saque», en el cual desarrollaba y suspendía al sol, durante un segundo, una trama vital de equilibrio entre pie en puntilla, axila prísti­na, brazo fulgurante y raqueta hacia atrás, mientras son­reía con dientes centelleantes al globo minúsculo, suspen­dido en lo alto, en el cénit del cosmos poderoso y lleno de gracia que había creado con el expreso fin de caer sobre él con un límpido zumbido de su látigo dorado”. Paso el día entero viendo tenis, atento a esos brevísimos instantes de insuperable quietud (Humbert Humbert se lamenta de no haber filmado a Lolita repitiendo una y otra vez la misma pausa, el mismo movimiento).

El cine, por ejemplo, está hecho de imágenes fijas, 24 fotogramas por segundo que, debido a un defecto óptico, crean la ilusión de movimiento. Hace poco, Peter Jackson duplicó el número de fotogramas por segundo, para crear —la intención es obvia— una mejor ilusión de movimiento (en El Hobbit). El experimento no significó mejora alguna. Por eso no llegaría jamás a tu casa. Así avance a 48 fotogramas por segundo, el movimiento no sería más que ilusión y permanecería tremendamente quieto, creyendo que avanzo, creyendo que llego, pero no. Como Molloy arrastrándose entre la hierba, utilizando sus muletas como ganchos y apoyos para seguir. Creemos que finalmente llegó a la casa de su madre pero, puede ser también, que nunca se haya movido de donde estaba.

Existen otras distancias más complicadas. Insalvables.

Diógenes de Sínope probó que el movimiento sí existe. Lo demostró moviéndose, ante los ojos incrédulos de los eleatas. Argumento poco sutil. Hasta no encontrar una salida más elegante a lo planteado por Zenón (no me convence lo del cálculo infinitesimal, más bien no puedo ni quiero entenderlo), mejor quedarse quieto, allí donde esté uno, soñando con la ataraxia y solazándose en Pascal: “Todas las desdichas del hombre derivan del hecho de que no es capaz de quedarse tranquilamente encerrado en su habitación”.

Escucho ruido en las gradas. Gradas que son un viejo y oxidado caracol de metal. Le bajo el volumen a la música y me concentro en lo que pasa allí afuera. Alguien golpea la puerta de mi casa. Alguien que —sabiéndolo o no— refutó, otra vez de manera poco elegante, las paradojas de Zenón. Por más que quiera pararme, llegar hasta la puerta y abrir, sé que no es posible.