Fantasmas

Resacas

fantasmas laberinto

A Paul Auster

Lo cierto es que sigo aquí, completamente solo, en una casa en la que podrían vivir seis o siete personas. La oración anterior, excepto por algunas pequeñas modificaciones, es de una novela de Paul Auster. En esa misma novela (La invención de la soledad, 1982), Auster escribe: “Durante quince años vivió como un fantasma, absolutamente solo, en una casa enorme, la misma casa donde murió”. Esa primera oración, transcripción fantasmática de Auster, es lo que Donald Barthelme llama “oración-umbral”, a partir de la cual, según las oscilaciones de la conciencia encerradas en determinado orden de palabras, se escribe tal texto y no otro. Dicho de otro modo, el texto dependerá de esa primera oración. Me gustaría dar marcha atrás y cambiar aquella “oración-umbral” por otra cualquiera. El azar de la lectura obliga. Uno se queda enganchado en una frase y no hacemos más que girar alrededor. Embrujados.

Uno de mis poemas favoritos de Emily Dickinson compara el cerebro con una casa embrujada. El poema 670, en la edición de Thomas H. Johnson. Esta es una traducción fantasmática —y en prosa— del poema de Dickinson: No hace falta ser una casa para estar embrujado. Hay pasillos en el cerebro que exceden en número a los de cualquier lugar material. Es preferible confrontar a un fantasma allá afuera que confrontar al huésped frío, oculto en uno mismo. Mejor apedrear el vacío en una vieja abadía que encontrarse a solas, desarmado, en un lugar desolado. Ese uno mismo detrás de uno mismo, acechando, es siempre peor que el asesino escondido. Podemos espantarlo con un revólver, echarle cerrojo a la puerta, para quedarnos a solas acompañados de nuestro espectro, sin posibilidad de huir. La casa en la que vivo nada tiene de victoriana pero cuando me mudé de vuelta, hace unos seis años, me advirtieron que mis abuelos penaban justo aquí —en el piso en el que me instalaba y en el que ahora vivo, respiro y como pan con mantequilla.

Mis abuelos pasaron aquí sus últimos años. Su cama estaba donde está ahora la mía. La misma cocina, el mismo patio, los mismos interruptores y tomacorrientes. Un día recibí la visita de una tía. Se quedó parada en medio del patio, los ojos se le llenaron de lágrimas. Había visto a la abuela mirándola desde la cocina, a través de la ventana. Como nunca he creído en aparecidos todas estas historias no me inquietan en lo más mínimo. Sin embargo, a los pocos días de instalado, comenzaron a aparecer mis propios fantasmas, abría una puerta, prendía una luz, dejaba correr el agua, subía o bajaba las gradas y aparecía siempre uno de mis fantasmas, además escuchaba sus voces, sus risas, sus llantos. Hay pasillos en el cerebro que exceden en número a los de cualquier lugar material. Había olvidado —o por lo menos, no era consciente de ello— que mi familia y yo habíamos vivido en este mismo piso parte de mi infancia y adolescencia. Sabía que había vivido aquí pero no pensé en ello. Las primeras semanas fue un constante remojar de magdalenas en una tina de tilo. Las apariciones no duraban más de dos o tres segundos. No voy a detallar con pelos y señales en qué consistía cada uno de mis fantasmas pero resultaba estremecedor encontrarse con versiones pasadas de uno mismo que uno creía completamente olvidadas. Pasaba de la risa al llanto (estoy exagerando), más bien de la alegría a la pena, según el tenor de mis recuerdos proyectados en el espacio real como si se tratara de hologramas. No llegué a interactuar con las imágenes proyectadas (como en el libro de Bioy) pero sí me dediqué a contemplarlas manteniendo, en lo posible, una distancia emocional adecuada. La invención de Morel podría, tranquilamente, calificar como historia de fantasmas, en versión ciencia ficción. Y Otra vuelta de tuerca, de Henry James, el fantasma como neurosis. Mis fantasmas no llegan a tanto. Pena del pasado, la infancia —feliz o no— rescatada del olvido, aparentemente atrapada entre estas paredes.

Vivir solo en una casa tan grande te hace pensar en cosas extrañas. No sabes si eres más real que tus apariciones. Piensas que ellos son más tú que tu yo de ahora. Reconoces en esas viejas versiones de ti mismo aquello que te hacía y que ahora has perdido. O se ha convertido en otra cosa, nada de lo que puedas sentirte orgulloso o a gusto o reconciliado.