A Luciano de Samósata
La mosca —pequeño insecto alado que suele aburrirse geométricamente— es uno de los personajes más importantes de la literatura universal. Es probable que en los últimos siglos haya superado en número de apariciones al mismísimo Dios o a cualquier otro avatar de la divinidad. El escritor hondureño (considerado guatemalteco por azares biográficos) Augusto Monterroso, dedica un libro entero a recoger citas de diversos autores en los que aparece este vilipendiado animalillo. Destaca un poema anónimo traducido del quechua que empieza así: “Yo crío una mosca / de alas de oro / yo crío una mosca / de ojos encendidos”. Cualquier antología similar que se intente será siempre parcial, pues no existe autor sobre la tierra que no le haya dedicado por lo menos una línea.
Tal vez su gesto más característico sea ese frotar de sus patitas delanteras, como si —dice una amiga— tramara algún plan macabro o conspirara contra seres supuestamente incorruptibles. Su infecciosa reputación no calza con esta obsesión suya. Cualquiera diría que son unas maniáticas de la limpieza. Eso cuando están quietas. Cuando emprenden el vuelo, les ha sido reconocido su gran estilo, su gran velocidad, su gran altura. Nuestro querido poeta, Antonio Cisneros, solía contemplarlas en un intento vano por olvidar un viejo amor. Al fuego y al mar, habría que añadir la fascinación por el vuelo de lo mosca. A solas; o en pareja, montada una sobre la otra, en cópula acrobática. Ahora, no siempre se enamoran entre sí, existen casos en los que una mosca ha confesado su predilección por, por ejemplo, una abeja. De ello deja constancia una de las observadoras más acuciosas del mundo pequeño, miss Emily Dickinson: transcribe una carta en la que una mosca lamenta la prolongada ausencia de la abeja (le reprocha también no haberle respondido ninguna de las diecisiete cartas anteriores). A la volubilidad de la abeja (que va donde el viento la lleve), se opone la constancia de la mosca. De ahí su fama de cargosa.
Aparte de escribir encendidas cartas de amor, la mosca ha sido la inventora irrefutable de los signos de puntuación. El infatigable historiador y gramático Ambrose Bierce, en su tristemente célebre Diccionario del diablo, señala la cagada de mosca como prototipo de la coma, punto y coma, dos puntos, etc. Nos cuenta Bierce que “los modernos investigadores, con sus instrumentos ópticos y ensayos químicos, han descubierto que toda la puntuación de los antiguos escritos, ha sido insertada por la ingeniosa y servicial colaboradora de los escritores, la mosca doméstica o Musca Maledicta”. Sin embargo, cabe advertir respecto al humor ácido de este autor cuando hacia el final de su brillante artículo, señala que “para comprender plenamente los importantes servicios que la mosca presta a la literatura, basta dejar una página de cualquier novelista popular junto a un platillo con crema y melaza, en una habitación soleada, y observar cómo el ingenio se hace más brillante y el estilo más refinado, en proporción directa al tiempo de exposición”. Creemos que este último comentario lo dictó más bien un ánimo revanchista contras sus rivales de pluma.
La mosca —puesto que se trata de uno de los animales más bellos— ha sido utilizada en artículos de bisutería. El pensador y antropólogo rumano Elías Canetti nos cuenta de una tal Misia Sert quien, en su diario personal, escribe lo siguiente: «Una de mis compañeras de habitación había llegado a dominar el arte de cazar moscas. Tras estudiar pacientemente a estos animales, descubrió el punto exacto en el que había que introducir la aguja para ensartarlas sin que murieran. De este modo confeccionaba collares de moscas vivas y se extasiaba con la celestial sensación que el roce de las desesperadas patitas y las temblorosas alas producía en su piel». Felizmente, esta práctica atroz ha sido —a la fecha— totalmente erradicada de la industria al servicio de la vanidad. Se espera que los aplastantes matamoscas y la serpentina azucarada corran igual suerte. No así las bolsas de plástico llenas de agua que cuelgan de cevicherías y picanterías por ser de carácter meramente disuasorio.
Cualquier texto, por más pequeño que sea, respecto de las moscas quedaría incompleto si no se hiciera alusión a su particular zumbido. Ahora se ha demostrado —gracias a los avances alcanzados en espectroscopía— que el zumbido de la mosca es, efectivamente, azul tirando para violeta. Sobre el porqué del sonido propiamente dicho existen dos teorías en disputa. La más reciente, defendida por el profesor nigeriano Chinua Achebe, postula que una de las primeras moscas en el mundo se enamoró perdidamente de una oreja y que, al ser rechazada entre burlas, se propuso zumbarle insistentemente —hasta el fin de los tiempos. Lo triste de esta historia es que cuanto más le zumba la mosca, menos la quiere la oreja. La otra teoría la recoge Luciano de Samósata en su notable Elogio: “Existió una mujer llamada Mía, muy hermosa pero charlatana, entrometida y aficionada al canto, rival de Selene por amar ambas a Endimión. Como despertaba continuamente al mozo mientras dormía con sus charlas, canturreos y bromas, éste se irritó y Selene, encolerizada, convirtió a Mía en mosca. Por eso siente envidia de todos cuantos duermen, y en especial de los jóvenes y niños, en recuerdo de Endimión”. Como vemos, la mosca es un animal enamoradizo y constante en su amor.
Y su alma es inmortal. Desde los tiempos de Luciano (siglo I), se sabe que si a una mosca muerta se le echa un puñado de ceniza no tardará más de veinte segundos en resucitar. Siempre que no haya sido despanzurrada por uno de esos mortíferos entramados.