Lámpara incandescente

Resacas

leyendo a la luz de una lampara

A Byron, la bombilla

Me subí a una silla a quitar el foco. Mientras hacía girar la bombilla recordé que el farmacéutico que solía venderme alprazolam —sin exigir receta ni hacer preguntas incómodas— murió en las mismas circunstancias, trepado en una silla cambiando un fluorescente (desde ese día, desde que mi farmacéutico cayó, quedamos ambos condenados al insomnio eterno). El travesaño que asegura las patas de mi silla está siempre a punto de zafarse así que, en cualquier momento, podría yo también caer y correr idéntica suerte que mi amigo expendedor de ansiolíticos.

Retirado el foco de la sala lo llevé a mi habitación. De pie sobre la cama lo ajusté en el zoquete correspondiente. Una vez que terminé de tender y abrir mi cama por las sábanas para echarme a leer un rato —antes de dormir— volví a quitar el foco para esta vez ajustarlo en el zoquete de la lámpara. Hacía un par de días se habían quemado todos los focos de mi casa excepto el de la cocina, y había —primero había que esperar a que enfríe— que quitar el foco de un lado para llevarlo a otro como si se tratara de una vela en pleno apagón o en pleno siglo XVIII (uno de los primeros textos en los que aparece este artilugio lo escribió Guy de Maupassant, La noche, en 1888. A nadie se le ocurriría ahora hacer semejante descripción, hecha al sabor de la novedad: “Y las bombillas eléctricas, semejantes a lunas destellantes y pálidas, a huevos de luna caídos del cielo, a perlas monstruosas, vivas, hacían palidecer bajo su claridad nacarada, misteriosa y real, los hilos de gas, del feo y sucio gas…”).

Pasada la medianoche se me ocurrió que un mate de manzanilla bien cargado podría suplir la falta de alprazolam. Saqué el foco de la lámpara y lo encajé en el zoquete de la cocina. La noche se hizo día y las cucarachas corrieron a esconderse en la sombra más próxima. La curiosidad que sienten las bombillas por la vida y costumbres de las cucarachas, es incompatible con la vida y costumbres de las cucarachas. Por eso se funden y revientan de vez cuando, de pura frustración. Cuanto más se afanan en estudiarlas, más se esconden las cucarachas. Retiré el foco de la cocina y lo llevé a mi lámpara (que las cucarachas pasearan a sus anchas). Me sentía como la señorita Jenkyns, personaje de una novela de Elizabeth Gaskell, que teniendo sólo dos velas en casa —era tan pobre como yo— se empeñaba en no encender más de una a la vez; cuando había consumido una pequeña porción de una de las velas se apresuraba a encender la otra y apagar la primera; la intención de la señorita Jenkyns era que las visitas, si alguien se dignaba a visitarla, viesen ambas velas consumidas por igual y supusiesen que ambas habían ardido juntas. No lo he mencionado, pero había también una polilla que dependía tanto como yo del único foco en la casa. Cada vez que se hacía la luz, la polilla se entretenía tamborileando contra el fulgurante globo de cristal. La polilla —animal metafísico si los hay— no temía quemar sus frágiles alas con tal de permanecer cerca de cualquier luz, premonición de su propia muerte o recuerdo de una anterior.

No pude dormir pese a la manzanilla. En mi cabeza todo se llenó de luces. Una más brillante que la otra. El hombre invisible —el de Ralph Ellison— ocupó mi cráneo como si fuera su guarida. Robando electricidad de un poste —aunque jamás se cuenta cómo logró conseguir tantas bombillas— cubrió su cuarto de, exactamente,  mil trescientas sesenta y nueve luces. Llegando a cubrir por entero el techo y las paredes y gran parte del piso. Sólo le faltaba pegárselas al cuerpo como el tipo que aparece en una portada de Pink Floyd. Al que tiene frío se le aconseja pensar en cosas calientes; yo, que me hallaba falto de luz, di en pensar precisamente en aquel personaje que para hacerse visible llenó de luces su cuarto (nadie que se rodee de tantas luces puede ser visto).

De cada millón de focos que se produce en el mundo, uno —por “error” de fábrica— resulta ser inmortal. Thomas Pynchon registra la existencia de una de estas bombillas en su enciclopédica El arco iris de gravedad; espero que la que ha sobrevivido en el zoquete de mi cocina —y que ahora se halla en el zoquete de mi lámpara— al cambio intempestivo de voltaje, sea una de ellas y pueda acompañarme, sin pestañear, hasta que la polilla o yo dejemos por fin de necesitarla.