Se supone que, como trabajador independiente, formo parte del 4% de la población económicamente activa del país. Es decir, este sujeto que escribe estas líneas vendría a significar, aproximadamente, el 0,0000001% de la población económicamente activa del país (Beckett comentaría, con no poca sorna: ¡Cuánto ayudan las matemáticas a conocerse uno mismo!). Sin embargo, las medidas que se adopten respecto a mis escasos ingresos me afectan —para que me entiendan aquellos señores repentinamente preocupados por mi vejez— en un 100%. Es más, mi situación, compartida con unos pocos miles (cifra que, según el Ministro de Economía, es tan insignificante que no afectaría la economía macro del país), puede que sea la más alarmante. Puesto que mis ingresos son tan escasos como irregulares es probable que, veinte o treinta años después de aportar muy esporádicamente, mi fondo de retiro sea prácticamente nulo. Tratar de insertar la cultura del ahorro en plena cultura de la supervivencia, es un despropósito (digámoslo claro: un completo abuso).
Quienes nos dedicamos al ámbito de las letras (perdonen la presunción) no pensamos en jubilarnos. Tenemos asumido que, mientras los dedos puedan moverse con cierta coherencia sobre el teclado, podremos generar los suficientes ingresos como para ir sobrellevando, estoicamente, la pobreza. Ahora, como en cuarenta años, dependeremos igual de lo poco que podamos generar con nuestro trabajo. En nombre de un futuro incierto se nos quiere despojar de un presente ya bastante maltrecho. En lugar de estar reflexionando —y esto es lo que más me molesta— sobre los poetas metafísicos ingleses del siglo XVII o sobre el paisaje minimalista en los dibujos de Guamán Poma de Ayala, tengo que estar preocupándome por una supervivencia que, mal que bien, la tenía más o menos resuelta. Basta que una vez al año reciba un monto superior a S/. 750.00 para que estos señores, con la vida prácticamente hecha, quieran meterme la mano al bolsillo. (Estos son asuntos demasiado domésticos. Está claro que el Ulises no le ayudó a Joyce a pagar sus cuentas).
La supuesta cultura del ahorro demanda que uno piense en su vejez (y en los gastos de sepelio) para que luego, llegado el momento, no le signifiquemos al Estado unos míseros soles. “No importa lo jodido que te dejemos ahora, con tal que luego no nos jodas a nosotros”. Gran parte de los peruanos no podemos prever más allá de dos o tres meses; en algunos casos, la expectativa de supervivencia no supera el par de semanas; y hay ocasiones en las que muchos miles de peruanos no tenemos dinero mas que para el día de hoy (obligados a vivir de prestado) hasta que un nuevo ingreso nos permita planchar ciertas arrugas y seguir, precariamente, pero seguir. A estos peruanos que vivimos el día a día, ¿se nos quiere obligar a ahorrar pensando en el futuro? Otros países, se nos dice, tienen bien asumidas políticas de este tipo; me gustaría saber si los índices de desempleo o subempleo en esos otros países son los mismos que en Perú; o que me digan, por lo menos, si su sueldo básico es tan magro como el peruano. Así y todo, nos quieren quitar parte de lo que ganamos a riesgo de, como es mi caso y el de muchos otros, no recibir prácticamente nada veinte o treinta años después de esporádicos aportes.
Aunque la ilegalidad e informalidad tienen muy mala prensa, el individuo tiene que arreglárselas de algún modo frente a los atropellos del Estado. Medidas así pueden ser el incentivo perfecto para que el ciudadano de a pie busque la forma de salirse con la suya (que es poca, casi nada). La literatura —no olvido aquello sobre lo que debería seguir escribiendo— hace una cerrada defensa del marginal, de esas últimas ruedas del gran coche, con tal que sigan girando, no importa si a la deriva.