Las puertas y el piso giran

Columnas>Gárgola sin pedestal

las puertas giran

“Hagan sus apuestas, señores”, gesticula el croupier del casino, muy al frac, impecable su camisa blanca; la corbata michi negra realza su prestancia; con una mano jala las fichas con el rastrillo, con la otra, entre el índice y el pulgar,  sostiene ceremonioso la bolita que dentro de poco irá saltando las ranuras de la ruleta; los jugadores disponen su suerte en los números de su preferencia; por ahí, un empedernido tiene la corazonada de que esta noche es la suya; otros tienen el pálpito que la fortuna se dará en pares; los hay que creen que los sietes mandan después de tres noches seguidas de mala suerte. “Va la suerte al cilindro…” sentencia el croupier  mientras lanza la bolita sobre la ruleta que empieza a girar; con la velocidad, los números de las ranuras pierden las formas, son manchas blancas y la bolita salta errática y el pulso de los jugadores se acelera a medida que la ruleta va apaciguándose hasta que finalmente se para… impar, en tres…  “Número sin fichas, gana la casa, señores”, culmina el croupier como si narrara noticias ajenas a todos y como si en la mesa de la ruleta se hubieran perdido palitos de fósforo y cervezas y no la honra y años/horas de trabajo de la vida de los hombres.

Gana la casa señores, siempre; y cuando —en la hipótesis negada de perder—, la casa se cierra señores, hasta nuevo aviso. O sea, hasta que vuelva a ganar, señores. No hay que estudiar economía, ni macro ni micro; ni administración de negocios; un poco de zoología, un poquito de Darwin y muchas noches en los casinos, y largas horas siguiendo las pantallas del Down Jones, del FTSE, del NASDAQ  y la audacia de pasarse por el forro a los laureados de Economía, bastan, señores, para entender la dinámica del “progreso” y el cuento de la “inversión”.

Eso que funciona muy bien para entender los vaivenes del mundo, también es útil para entender cómo se soba la masa del billete a nivel local y nacional; para eso, tampoco hay que ser académico, basta quedarse 10 minutos contemplando el funcionamiento de las puertas giratorias (cualquier Mall que se precie de moderno, tiene una): un dispositivo mecánico que combina puerta, ruleta y carrusel: puerta porque se entra y sale; ruleta porque gira mañosamente; y carrusel porque marea.

Acá los jugadores, —la sociedad—, son los que pierden siempre y el que las gana todas, es el dueño del casino/la Mina.  Pero para que haya acción, (o sea, para que gane la mina) falta bolita y ruleta. A un servidor se le ocurre, por ejemplo,  poner como bolita graciosa, a un bonachón con terno y barba; digo un docente de universidad pública quien trabajando a “tiempo completo” en el Estado, se desdoblaba también trabajando a “tiempo completo” en su propia o-ene-gé, y que, siguiendo al pie de la letra el principio de Peter, (un estrambótico autor que afirmaba que llegar a ser ministro era haber alcanzado el grado máximo de ineficiencia),  llegó al máximo puesto en la cartera de agricultura. Aunque más bien debió culminar en la de pesquería, ya que el mencionado Peter decía que ser ministro es lo mismo que ser un pez muerto: “solo los peces muertos suben hasta lo más alto: la superficie del mar”. Aunque, solo por contradecir, éste que digo, cayó para arriba, de ministro a mamón/asesor de la ubre regional, para ser anunciado —poco progresistamente después— en esta misma revista, que se pasaba al bando de las minas.

Y como ruleta/puerta giratoria afortunada, qué mejor ejemplo que el simpático columnista de la hacienda regional de El Comercio, que quincenalmente nos ilustra sobre business, la querencia a su tierra y modernidad empresarial, mientras no sabemos si escribe sentado desde la silla que tiene en el directorio de Sedapar o si se acaba de parar de la silla que la mina tiene reservada para sus posaderas. Y que cuando le inquieren por A, afirma que todo lo difundido en B es falso y nos suelta el mantra de la inversión, para luego regresar a su columna llevándonos por los cerros de Úbeda, como si él no fuese ni croupier ni bolita, ni ruleta en el enlodado asunto de la planta de la Enlozada.

El Perú no es un país corrupto solamente porque de sus últimos tres presidentes, uno esté en cana por chorizo y matador y los otros dos —después de ufanarse de “tener” un huevo de plata— inexplicablemente traten de explicar al personal que el dinero que parece ser suyo, realmente no lo es, aunque parezca.

Somos un país corrupto porque entre los títeres notorios: presidente, congresistas,  autoridades regionales y locales, hay una casta de croupiers, (en cuyo currículo ningún pueblo les extendería una maestría de ética); de carruseleros de doble silla, con un pie en lo público y otro en lo privado; que hacen que este país valga un Perú para las corporaciones/minas, pero nunca para la mayoría de los peruanos.