A Raymond Carver
Haruki Murakami tradujo al japonés la totalidad de la obra de Raymond Carver. Hace unos años, mientras Murakami escribía ¿De qué hablo cuando hablo de correr? (paráfrasis de ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? de Raymond), cuenta que su traducción de las Obras Completas del estadounidense, precursor del llamado “realismo sucio”, estaba por salir. Es probable que los lectores japoneses tengan ya dicho volumen entre manos. Murakami ha confesado su admiración por Carver y lo cuenta como una de sus mayores influencias. Se conocieron mediados los ochenta, poco antes de la temprana muerte de Carver, a sus cincuenta años.
Una tarde fría —nevaba— se reunieron en la sala de Raymond a discutir las probabilidades de éxito de una traducción al japonés. Tomaban té en pequeñas tazas de plástico anaranjado, como pequeños soles iluminando la trayectoria entre la mesa y uno que otro esporádico sorbo. Se hallaban sentados uno al lado del otro, de cara a la ventana, enfrentados a la luz cruda de una tarde nublada y aburrida. Un entusiasta Murakami comentaba ciertas peculiaridades sobre la obra de Carver: el dolor y la humillación frecuentes a los que sus personajes son sometidos. Y la pertinencia del azar. Carver, perdido un poco en el invierno al otro lado de la ventana, intentaba desviar la conversación de su futuro traductor hacia asuntos más pedestres: si ese dolor y esa humillación y ese azar resultarían rentables o no en una lengua tan lejana a la propia. Al parecer, Murakami fan prefirió seguir enfrascado en su monólogo sobre la tristeza suburbana, la apatía como resultado del fracaso o el fracaso como resultado de ese taedium vitae, si el cinismo de sus personajes los ayudaba a sobrellevar la derrota y si ese abatimiento… Carver desvió la mirada hacia un rincón de la sala. Recordó cuando tenía dieciséis años. Tal vez fue la nieve que caía silenciosa o el inglés masticado de Murakami que le impedía entender lo que le decía o ese entusiasmo tan incomprensible por una obra que a él, si no fuera porque había que pagar algunas cuentas, le tendría sin cuidado.
Recordó aquella vez en que —tenía dieciséis— le cayó un proyectil compacto de nieve y hielo en plena cara. Iba con unos amigos en un Dodge Sedán del 50. Se les ocurrió insultar a otros chicos que estaban jugando en la calle, alrededor de un poste, mientras ellos pasaban raudamente, impunemente. La ventanilla al lado de Raymond no estaba subida del todo y fue por ahí que lo alcanzó esta dura pelota de nieve. Fue uno de los momentos más humillantes de su vida. Segundos antes no cabía en sí de la risa para luego sentir esa cachetada helada, totalmente inesperada. El coche dio la vuelta a la esquina. Mientras contemplaba la pelota de nieve derritiéndose en su regazo, el rostro ardiendo de vergüenza, imaginó a su agresor limpiándose las manos en el pantalón, con una sonrisa pegada al rostro mientras sus compañeros lo felicitaban y le daban palmadas en la espalda… Recordó Carver que nunca antes se había sentido tan humillado, hasta dejó escapar en su momento unas cuantas lagrimillas. Ahora, mientras se contemplaba la posibilidad de ser traducido al japonés, deseaba saber si aquel muchacho que le había tirado aquel proyectil de hielo y nieve se acordaba todavía y si era así, quería saber si aún le causaba risa y orgullo…
Murakami se había quedado callado. Raymond no dijo nada. Levantaron, educadamente, sus respectivas tazas anaranjadas. Hasta agotar lo que les quedaba de té. Afuera siguió nevando.