A desalambrar

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Han pasado cuatro décadas desde aquel fatídico 11 de setiembre, en el que, para espanto de Latinoamérica y el mundo, se ejecuta uno de los golpes más cruentos de la historia de la democracia. El Palacio de la Moneda es bombardeado con el Presidente Salvador Allende y un pequeño grupo de asesores en su interior. Se conoce que el General golpista y luego dictador por 17 años, Augusto Pinochet, envía un mensaje radial al Presidente: “Estamos dispuestos a trasladarlo, a usted y a su familia al exterior en un avión, pero le advertimos que éste, puede caerse”. Eso equivalía a decirle: Jódete, de todos modos te vamos a matar. Fue así como empezó esa caravana de la muerte, torturando y matando gente, opositores y personas neutrales, convirtiendo inicialmente el Estadio Nacional en un gigantesco patíbulo. Allí fue donde le trituraron las manos a Víctor Jara, para que no pudiese tocar y luego lo asesinaron para callar su voz, aquella voz que nos cantaba los versos de Viglietti: “Yo pregunto a los presentes/ si no se han puesto a pensar/ que esta tierra es de nosotros/ y no del que tenga más”…

Miles de víctimas fue el saldo de liquidar un gobierno democrático socialista. El gobierno de la Unidad Popular no transgredió un ápice las normas constitutivas de la democracia representativa; no fue, de ningún modo, una copia o réplica del régimen de partido único de Cuba o de los países comunistas de Europa o Asia. El Gobierno de la Unidad Popular fue el primer gobierno democrático en implementar los programas sociales, que actualmente se aplican en Brasil, Bolivia y Perú. Con Allende se nacionalizaron las minas de cobre a cambio de los impuestos que las transnacionales debían al Estado chileno, nacionalización que Pinochet mantuvo y que permitió salvar a Chile de la quiebra bajo su mandato, y que se mantiene hasta la actualidad. El gobierno de Allende quería apenas mayor justicia y equidad, y la reivindicación histórica de las víctimas de la oligarquía chilena, como la memoria de los obreros, bolivianos, peruanos y chilenos masacrados en la escuela de Santa María de Iquique en 1907. Pero aún así, este gobierno de izquierda, democráticamente elegido en setiembre de 1970, no podía ser admitido por el Departamento de Estado Norteamericano, e inmediatamente se puso en marcha un operativo para derrocarlo, bajo la dirección directa de la CIA. Se procedió entonces al boicot internacional y al blackout, o bloqueo de la producción por parte de los grupos de derecha locales, como forma de desestabilización. A fines de junio del ’73, hay un intento de golpe militar que fracasa. En agosto, Allende nombra a Augusto Pinochet, como Jefe de las FFAA, quien jura defender la Constitución y la democracia. Al cabo de un mes, en ese setiembre negro, Pinochet da un golpe de Estado con la participación de Estados Unidos, teniendo como gran operador a Henry Kissinger, Secretario de Estado del gobierno de Nixon. Con el derrocamiento y eliminación del Presidente Allende, se instala en Chile una de las dictaduras más crueles de América.

En efecto, la dictadura de Pinochet fue de las más sanguinarias en las venas abiertas de América Latina. La represión experimentó toda forma de tortura y de ejecución, la golpiza, la “picana”, “el potro”, el ahogamiento, la asfixia, la violación sexual, el fusilamiento, hasta el gas sarín; sí las armas químicas, aquellas que Obama alega para bombardear Siria, las usó la DINA y la CIA en Chile asesinando a peruanos, argentinos, chilenos y hasta un diplomático español. Su terrorismo de Estado se extendió más allá de las fronteras de Chile mediante la “Operación Cóndor”, al año del golpe, fue dinamitado en Buenos Aires el vehículo del general Carlos Prats junto con su esposa, quien había sido Jefe del Ejército chileno con Allende, Ministro de Defensa, y estaba en calidad de asilado; dos años después, fue igualmente dinamitado el vehículo de Orlando Letelier, ex Canciller de la Unidad Popular, en Washington donde estaba exiliado. En todos estos operativos participó el doble agente norteamericano Michael Townley. Un sicario, semejante a los criminales nazis Goebbels o Mengele nazis, y posteriormente encubierto por el gobierno de Estados Unidos bajo otra identidad.

Lo lamentable de todo ello es que esta dictadura criminal contó con el apoyo y la cobertura del Vaticano, así como lo fue también la dictadura de Videla en Argentina. En cuanto, el Cardenal Silva Enríquez, a través de la Vicaría de la Solidaridad, condenaba la violación de los derechos humanos, la nunciatura avalaba y legitimaba la dictadura. Basta señalar que Angello Sodano nuncio durante el régimen de Pinochet, fue después Secretario de Estado del Vaticano durante los papados de Juan Pablo II y Benedicto VI. Y fue el Vaticano quien abogó para que Pinochet no sea extraditado a España, en el proceso abierto por el Juez Baltasar Garzón, cuando fue detenido por la Interpol en Inglaterra. El Vaticano justificaba al verdugo, manifestando que Pinochet había restablecido el “orden occidental y cristiano” amenazado por el “comunismo”. Igualmente lamentable, es que luego del gobierno reformista del general Velasco, todos los gobiernos en el Perú se hayan subordinado al dominio del Estado chileno; y peor, la DBA, émulos de la organización fascista chilena Patria y Libertad, reclamaban de que “aquí necesitábamos un Pinochet”; y por ello tuvimos que soportar una década a su admirador Fujimori, autodenominado: “Chinochet”, y a los imitadores de Townley, Mantilla y Montesinos. Es una pena también que Pinochet nunca haya sido juzgado. Esa es una herida abierta.