A Antoine Roquentin
Hay días, como hoy, en los que todo se ha puesto feo. La noche anterior me acosté con cierto malestar, como si fuera a sufrir un resfriado o tuviera que someterme, muy temprano a la mañana, a un engorroso examen médico. La sensación de que algo terrible está por suceder, como si en cada objeto se incubara la pupa de alguna odiosa criatura. Una mañana, después de un sueño intranquilo, despertó siendo el mismo; todo lo demás se había convertido en insecto. La luz que se mete por la ventana, atravesando las cortinas, es desagradable, insidiosa; pese a la doble cortina, la luz se mete hasta el último rincón, pariendo fealdades en cada superficie. Días así convendría cubrir los espejos con lo que fuera para no tener que verse; los ojos y la nariz están en su lugar, la línea de los labios entreabierta a punto de suspirar como un idiota enamorado, el cabello que escasea; solía estar acostumbrado a este triste adn. El asco es repentino, urgente como toda arcada. Cuesta creer que sea el mismo rostro de siempre, por lo menos de los últimos dos o tres años. En la superficie del espejo percibo puntos y manchas, como espinillas (los puntos) y nebulosas (las manchas) de polvo y grasa.
Antes de acostarme estuve escribiendo un texto sobre el plagio, texto que a su vez era plagio de muchos autores. Pretendía ser un diálogo entretenido con el lector respecto a la pertinencia del plagio en la literatura. En qué punto el guiño o la referencia se convertía en aprovechamiento abusivo de la obra ajena, de la intertextualidad al vilurto. Mi intención inicial fue armar una suerte de collage, más bien un pastiche, de líneas archiconocidas de la literatura junto a otras menos reconocibles; mi centón particular de las novelas que han marcado mi ruta como lector. Hoy debía enviar ese texto. (Antes de acostarme, después de escribir ese texto sobre el plagio y postergar su envío para hoy, fumé un último cigarrillo. No pude acabarlo; tal vez la primera señal, el primer indicio, del afeamiento general). Lo que minutos antes había experimentado ante la superficie del espejo, se repetía ahora frente a la computadora. Yo mismo era ese texto, ese collage, ese pastiche; así como mío era ese rostro —pese al malestar— tan familiar, pastiche también de otros rostros que a su vez eran collage o pastiche de otros textos… En una suerte de memento mori, mi cadáver me resultó de lo más amargo…
Después de medio fumar ese último cigarrillo del día y una vez acostado, con esa sensación de resfrío inminente, decidí leer todavía un rato antes de que el sueño me venciera. Seleccioné en el kindle uno de mis libros favoritos, Hambre de Knut Hamsun. El relato de un flaneur urgido por un estómago vacío y un corazón expectante. Nada más el inicio, Era el tiempo en que yo vagaba, con el estómago vacío, por Cristianía, esa ciudad singular que nadie puede abandonar sin llevarse impresa su huella, me produjo tal malestar de mareos y náusea, de tristeza y rabia, que no tuve más remedio que correr al baño a vomitar una bilis asquerosamente amarga… En el inicio del relato de Hamsun había advertido el influjo no de otros relatos (eso pasa a menudo) sino más bien el eco de todos los relatos del mundo, contados y por contarse… Era la famosa náusea sartreana —ahora que las crisis existenciales están tan pasadas de moda— en su versión libresca y no había forma de zafar, por más Ella, Nina o Dinah que escuchara… Este exceso de puntos suspensivos me recuerda tanto a Thomas Bernhard…
Estoy bastante lejos de superar este mal. Cualquier cosa que se me ocurra escribir no pasa de ser insulsa variación de lo ya escrito, no una sino cientos de veces. Entiendo recién por qué, mientras dormía, soñé que tú y yo conversábamos amigablemente, nada del otro mundo, con extrema cortesía y fingida amabilidad, pero amigablemente… quisiera dejarlo aquí pero me es imposible no apuntar también el eco… como si en lugar de un vaso con agua me ofrecieras H20, esto, si mal no recuerdo, es de Heinrich Böll…