Por el lado salvaje

Resacas

Lou Reed

A Lou Reed

Hace tiempo que la vertiente maldita pop de la literatura dejó de gustarme. Beatniks (excepto, tal vez, Burroughs y algo de Ginsberg) y Bukowski han sido, como le gusta decir a un amigo, un error. Las borracheras puede que tengan su encanto pero gran parte de lo que se ha escrito sobre ellas no. Sus vísceras están buenas fritas pero no alcanza para hacer buena literatura. Son vísceras demasiado autocomplacientes. Me pasa con The Velvet Underground que no puedo desligarla de la época más darki —penumbra misia— de mi vida. La única constante en medio del caos de aquellos años era la música caótica de esta banda que, al margen de la seudoautobiografía, es de lo mejor que le ha pasado al rock-and-roll. Mi primer casete de The Velvet…, en la que aparece el famoso plátano de Warhol en la portada, me lo trajo de Quilca una amiga. Lo debo tener todavía, detrás de algún mueble demasiado pesado para mover. El cd del “Transformer”, probablemente uno de los mejores cinco discos en la historia del rock, me lo regaló un amigo en un cumpleaños. Take a walk on the wild side, Satellite of love y A perfect day son temas que no me canso de escuchar. Mientras escribo esto suena, en su tramo final, la infatigable e incesante batería de Oh! Sweet Nuthin’.

La canción que mejor acompañaba mis miserables resacas de domingo era Sunday morning, me ayudaba a recuperar un poco la calma y el sosiego después de un fin de semana para el olvido. Si lo que necesitaba, en cambio, era una dosis de euforia con la que empezar a perderme, nada mejor que Heroin. Para deprimirme (vivía fascinado por la tristeza, si valía la pena sentir algo ese algo era una pena generalizada) había que tocar Candy says o Pale blue eyes: Sometimes I feel so happy, sometimes I feel so sad. Si estaba en nada, Sweet Jane (una de las mejores interpretaciones de Lou, junto con el clásico Rock & Roll) o Here she comes now se adaptaban perfecto a esa ausencia de nada. Si quería desquiciarme, en jugueteo con la esquizofrenia, le daba el volumen máximo a The murder mistery, una de las pocas en la que Nico y Lou Reed cantan juntos. Las canciones que interpretaba Nico son de una belleza escalofriante, todo muy armónico pero con toques de violín que lo vuelve todo muy raro. Excepto Afterhours, que me gustaba cantar a dúo con mi novia. Cada vez que la escucho me extraña lo feliz que llegué a ser en medio de todo ese caos y tristeza impostada (¿estaré siendo demasiado injusto con mi viejo yo? Puedo decir a su favor que nunca más volvió a vivir tan intensamente). The Velvet… creaba belleza a punta de distorsión y disonancias, The black angel’s death song y Venus in furs, por ejemplo, inspirada esta última en la novela sadomasoquista de Sacher-Masoch, no son temas para escuchar en una sesión de yoga pero que sí te pueden llevar, por la senda del ruido, hasta el más envidiable nirvana o ausencia de todo deseo. Run Run Run, White Light/White Heat o Who loves the sun (su tributo a los Beatles) me hacían sentir que todo, a pesar de los escombros visibles del estropicio nocturno, podía ir mejor. Enderezarse todo de pronto, como si nunca nada ni nadie hubiera ocurrido. Lady Godiva’s operation funcionaba para cuando habías fumado alguna otra cosa que no fuera la acostumbrada nicotina. Hay un ronroneo gatuno que es de lo más elocuente. Las revelaciones místicas se hacían posibles oyendo Jesus (la canción de la redención judeocristiana, de una quietud casi absoluta; tan buena como I found a reason); y Beginning to see the light, si la epifanía quería ser rockera. Los breves paréntesis de estabilidad sentimental se arrellanaban a los acordes de Some kinda love o I’m set free. That’s the story of my life venía bien si querías un recuento relajado —reconciliado contigo mismo— de lo bebido y fumado la noche anterior (y lo vivido hasta ese día). La maratónica Sister Ray no pasaba de ser ruido de fondo, ruido blanco para una transmisión cada vez más defectuosa.

Una transmisión cada vez más defectuosa hasta que la señal se cortó por completo. Sobrevivieron algunos afectos (qué bueno), y por supuesto la música, genial y tortuosa, de The Velvet Underground.