El día en que me despedí de Meursault

Resacas

el-extranjero

A Albert Camus

Hoy ha sido el día más caluroso del año. Meursault se asoma al balcón a contemplar a los paseantes. Un domingo como cualquier otro. Un domingo como cualquier martes o jueves, no para Meursault que trabaja en una oficina. Sus fines de semana son distintos a los míos. Para él significan un cambio en la rutina, aunque no escapen a la rutina de los fines de semana. Casi no habla. Nos limitamos a fumar.

Sé que ayer ha enterrado a su madre. ¿O ha sido el viernes? Lo sé porque vi un brazal negro sobre la silla. Le pregunté. “Mamá”, me dijo. Quiere que me largue. Ha vuelto a salir al balcón y se ha puesto a susurrar. Si no supiera que no cree en Dios pensaría que está rezando. “Me largo”, le digo. No me escucha. Igual me paro y salgo a la calle. Me mira desde el balcón y como si no me viera me tira una cajetilla, más bien la deja caer. Lo conozco. Es su forma de agradecer por el ventilador. Un viejo ventilador que ya no necesito porque me largo para siempre de este calor agobiante. Porque no carece de tacto se mete a su cuarto. Me agacho a recoger la cajetilla, medio vacía, y la guardo en un bolsillo de mi camisa. Es un buen tipo, aunque a veces me produce vértigo. No lo veré más. No nos echaremos de menos. Uno acaba por acostumbrarse a cualquier cosa. Estoy seguro que las aspas de ese ventilador no darán siquiera una vuelta. No lo imagino molestándose en enchufar el maldito trasto. Peor para él. Yo cumplí.

Conocí a Meursault hace años. Cuando vivía con su madre. El maldito Meursault no abre la boca así te estés muriendo del aburrimiento. A su madre le daba lo mismo. Permanecía tan callada como él. Nunca la escuché decir palabra. Y la única vez que Meursault me habló dos minutos seguidos fue para contarme algo sobre su padre. Que había ido una vez a ver una ejecución. Que después de eso no había vuelto a ser el mismo. Supongo que un espectáculo así le cambia la vida a cualquiera. A no ser que tengas una piedra en lugar de corazón. Algo me dijo Meursault que se me quedó grabado. Le pregunté qué se sentiría estar en el lugar del sentenciado. Al hijo’eputa no le intrigaba en lo más mínimo qué se sentiría ser el sentenciado. Le intrigaba qué se sentiría ser la guillotina. Estoy feliz de irme de este infierno. Lo digo por el calor.

Tomo el ómnibus a la playa. Es parte del ritual. Me despido. El ómnibus está lleno de árabes. Me dan mala espina. Trato de no mirarlos, así evito peleas. A Meursault le da lo mismo que seas árabe o chino, te trata con igual indiferencia. Su indiferencia me produce vértigo. No puede ser que nada lo afecte. Excepto el clima. Por eso le dejé el ventilador, sé cuánto puede exasperarlo un día caluroso como hoy. Pero eso le molesta hasta a los perros. No hay que ser muy sensible para sentirse agobiado por el calor. Un recién nacido chilla de molestia. Meursault rechina los dientes.

Recién ahora que piso la arena, me acuerdo de mis lentes para el sol. Mi camisa está llena de bolsillos. En un bolsillo guardo la cajetilla de Meursault. En otro, una pequeña navaja. En otro, un lápiz y hojas. Y en el cuarto bolsillo, los lentes de sol. El mundo es mucho menos hostil detrás de unos lentes oscuros. Los brillos pierden filo. Hasta las aristas se redondean. Pienso en Meursault. No puedo quitármelo de la cabeza. Sería un buen personaje para una novela.

Me apoyo contra una roca. Saco un papel y escribo: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé”.