Doscientos años de Orgullo y Prejuicio

Resacas

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Al señor Bennet

Será que vivo prácticamente como una muchachita victoriana recluido en mis aposentos que mi poeta favorita es Emily Dickinson; y entre los novelistas, uno de ellos, Jane Austen. En cualquier enumeración de una línea de los grandes novelistas, Jane Austen aparecerá seguro. Según Harold Bloom, en lengua inglesa nadie la supera (atrás quedarían Dickens, Woolf y Joyce).

Las historias de Austen no pueden ser más simples. Resumida la trama en una sola pregunta, sería: ¿A cuál de estos pretendientes conviene elegir como marido? Eso es todo. En función de esta interrogante baladí, Austen ha escrito las novelas más encantadoras, inteligentes, satíricas, irónicas, divertidas, profundas y astutas. Nadie, dentro o fuera de los libros, iguala a Jane Austen. Sus libros han sido adaptados al cine con regular o mayor éxito sin asomarse mínimamente a la experiencia de leerla: las dificultades que debe superar la heroína en busca de novio no es sino la cáscara, y las películas —excepto una que otra— no cuentan más que eso. Por lo general, se pierden el sentido del humor y la ironía.

Este año se celebra dos siglos de la publicación (enero de 1813) de una de las novelas más conocidas de Austen (tenía alrededor de veinte años cuando escribió el primer borrador), Orgullo y prejuicio. Como ya se ha escrito bastante sobre esta novela, analizando en detalle el meollo del asunto, quiero escribir sobre dos personajes bastante marginales y que aparecen, muy poco en el primer caso, casi nada en el segundo: el señor Bennet y Mary. Mary es, sino la menor, una de las menores de las hijas; y el señor Bennet es —por supuesto— el padre de las señoritas Bennet.

Terminada la novela, uno se pregunta cómo es que el apático señor Bennet ha podido reunir la suficiente iniciativa, fuerza de voluntad y coraje para engendrar sus cinco retoños. La primera vez que el señor Bennet interviene, es para decir “no”. Con reticencias, empieza luego un diálogo con su mujer. Ésta le pide insistentemente que visite al señor Bingley con el que espera casar a alguna de sus hijas, el señor Bennet termina respondiendo: “No te lo garantizo”. Cuando no puede negarse a algo, intenta evadirse. Si habla más de cuatro palabras, seguro será sarcástico y hasta ofensivo, pero siempre con elegancia y con un invencible sentido del humor. En los episodios más trascendentes, en los que se debate y decide asuntos de primordial importancia para la familia, un momento antes el señor Bennet se ha retirado a su estudio. En una ocasión, justo antes de escabullirse del desesperante entusiasmo de su mujer, comenta a una de sus hijas: “Ahora, Kitty, ya puedes toser cuanto quieras”. En más de un pasaje, su consentida Elizabeth lo acusa de “indolente” e indirectamente lo responsabiliza —debido precisamente a su falta de carácter— de la tragedia familiar. Su único deseo era que lo dejen tranquilo. El señor Bennet —para acabar con este memorable y apático chancletero— es uno de los precursores del “preferiría no hacerlo” de Bartleby, del personaje apático, indiferente, desidioso, de los Oblomov que quisieran no tener que pararse de su cama o sillón. Sus seguidores, aquellos que emularán su apatía y desgano, corregirán su condición de casado y permanecerán solteros, que es la forma acabada de la desidia. En busca de la más remolona comodidad, no conviene casarse.

El encargado de introducir a Mary en escena es el mismo señor Bennet. En busca de su opinión sobre algo bastante sencillo como puede ser las reglas de cortesía, ocurre el siguiente casi diálogo:

— […] ¿Qué dices tú, Mary? Que yo sé que eres una joven muy reflexiva, y que lees grandes libros y los resumes.

Mary quiso decir algo sensato, pero no supo cómo.

— Mientras Mary aclara sus ideas —continuó él—, volvamos al señor Bingley.

Mary es la hija que se queda sin novio al final de la novela. La menos agraciada de las cinco. Se la pasa leyendo pero nunca llega a decir nada medianamente sensato. Es más, puede ser bastante estúpida si, finalmente, se anima a hablar (ocurre una sola vez, y lo que dice no merece la más mínima réplica). En un gesto de humildad por parte de Austen, le presta a la más boba de las hermanas su pasión por la lectura y el estudio. Hace una crítica y se burla de sí misma, mostrando su escepticismo sobre esta ocupación, la de leer, que no salva a nadie de la tontería.