Un embuste con toga y birrete

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debate sobre la educación superior peruana

Cuando Pedro Francke se pregunta cómo es que habiendo una enorme cantidad de universidades privadas en el país con, igualmente, una ingente porción de estudiantes universitarios matriculados en ellas no hemos avanzado en los rankings de educación superior a nivel mundial y latinoamericano, su estupor lo lleva a repreguntarse, con tono inaprensible, si no se suponía que lo privado era sinónimo de eficiencia, calidad y buenos resultados: Por cierto, asevera Francke, la universidad peruana que figura en el ranking latinoamericano (según el expuesto por QS en el 2013) no es ninguna de las empresas privadas que desde la derecha neoliberal tanto alaban.

Dar por sentado que la privatización de la educación universitaria, por sí sola, era y es suficiente para rescatar de la agonía al sistema universitario del país es una correlación tan falaz como la idea que ubica a la gestión estatal educativa en la cúspide de la eficiencia. Proclamar bajo el precepto inicial, burdo y simplista, el fracaso del libre mercado en la educación universitaria permite darse cuenta que, con estas excusas, pervive en algunos la nostalgia por una tradición redistributiva en la que la normatividad sirve para redistribuir o conservar la riqueza antes que facilitar su creación. La nueva Ley Universitaria, aunque carente aún de fórmulas sustanciales que impulsen una verdadera reforma educativa como la revisión que merece el principio de la gratuidad de la enseñanza, es por ventura ajena completamente a ese afán redistribuidor, pues conlleva un mejor proceso de fiscalización que el actual, dirigido por un órgano burocrático como el de la Asamblea Nacional de Rectores (ANR), el que apelando a la manida autonomía universitaria sólo interviene en beneficio de sus propios asociados y, ante esta nueva propuesta, es innegable que no reculará en conservar sus cuotas de poder obtenidas no producto de su legitimidad sino, más bien, de sus prácticas mercantilistas en el negocio de la educación.

Ya lo había explicado, con rotundas evidencias, Hernando de Soto en El Otro Sendero, durante la nefasta década de los ochenta que significó para el Perú un cabal retroceso económico y una exponencial informalidad: El Estado peruano norma con fines rentistas y, por lo tanto, en lugar de hacer de nosotros una democracia de Derecho, nos ha convertido en una democracia de grupos de presión. Y eso es lo que, precisamente, en materia universitaria está sucediendo en el país; un grupo de presión como la ANR y algunas organizaciones como el Colegio de Abogados de Lima, actúan como agentes de coalición con otros grupos cercanos al poder político para coaccionar a los legisladores encargados de proponer esta nueva Ley Universitaria y evitar lo que sería un proceso que permita asegurar, con mayor eficacia, básicos estándares de calidad exigibles en la gestión pública y privada de las universidades, por cierto, un proceso contrario al permisivo y engañoso como el vigente.

Enrique Bedoya Sánchez, Vicepresidente de la ANR, entrevistado hace pocas semanas ha recalcado que si una Universidad, pública o privada, ofreciera un servicio de ínfima calidad, la organización a la que representa se limitaría a brindar todas las facilidades a la institución educativa para impedir su cierre en nombre de la encomiable labor que ejecutan, antes que aplicar medidas sancionadoras o correctivas. Para este gestor público, y rector de una de las universidades más cuestionadas del país, el relativismo en la medición de la calidad educativa es una cuestión insoslayable, por eso antes que controlar o sancionar el pésimo servicio de algunas universidades es imperativo, para este burócrata confundido, su potenciación. Es decir, disponer de los recursos del Estado al servicio de la mediocridad.

El sistema rentista que ha contaminado el ambiente universitario en el Perú ha generado más consumidores insatisfechos como redes políticas dispuestas a obstaculizar cualquier intento que procure restarles cuotas de poder a los dueños de varias universidades privadas que sin reales intenciones de reinversión medran con las aspiraciones de un público desorientado y crecientemente conformista, algo que, indudablemente, vuelve más fácil y masivo el embuste educativo en estas empresas. Pero liberar todo servicio, como el educativo, a las fuerzas del mercado y hacerlo bajo el amparo de normas que garanticen el cumplimiento de los contratos, la defensa del consumidor o con la presencia de incentivos legales que generen prosperidad antes que prebendas o concesiones exclusivas a un sector específico no debieran ser, necesariamente, dos cosas distintas y desligadas. La legalidad y el mercado no se contravienen si es que ante todo, en su conjunción, se respetan las libertades individuales y se pone freno al abuso de poder venga de donde venga; en efecto, las economías liberales apuestan por una participación mínima del Estado pero indispensable, en donde el ciudadano libre en sus decisiones presienta y reconozca el respaldo de un sistema legal que le permita reclamar por sus derechos y sobre el que identifique sus deberes.

Es importante recordar, al contrario de lo expresado por Pedro Francke, que no toda iniciativa privada es garantía, como él mismo señala con no poca ironía, de eficiencia, calidad y buenos resultados. No hay verdad incontestable al respecto. Prueba de ello es la aparición, cada año, de miles de micro y pequeñas empresas en el Perú, numerosos emprendimientos privados de los cuales sólo el diez por ciento supera el primer año de actividad, y no por leyes restrictivas (que aún las hay pero no como las que existían hace dos décadas), sino, fundamentalmente, por falta de conocimiento de mercado. Prueba de ello, también es el transporte público, nacido de la iniciativa individual, surgido para aliviar la insuficiencia del servicio prestado por el Estado, para cubrir una creciente demanda insatisfecha, algo que sí cumplió, pero con el costo de la arbitrariedad y el caos promovidos por el desorden de su informalidad. Prueba de ello, alguna vez en la historia del Perú existió CLAE y entre los reveses del mundo financiero se destapó el escándalo Enron y se reveló la farsa de Bernard Madoff, sumidos en la sombra de los fraudes empresariales planificados y las estafas piramidales. Algunos por incompetencia, otros por incurrir en faltas éticas organizacionales; lo cierto es que la eficiencia o la óptima calidad de los servicios no son resultados automáticos de su origen privado, puesto que si la inversión privada no va acompañada de una institucionalidad y un marco legal que contribuya a hacer más eficientes las actividades económicas y sociales y favorezcan al consumidor, lo privado no dejaría de ser un mero impulso aislado y efímero frente a los desafíos del desarrollo y el crecimiento. Si para una economía liberal lo privado fuera sinónimo de solución a cualquier problema de calidad, el paraíso sí estaría a la vuelta de la esquina.

Dicho esto, la gestión educativa estatal en el nivel universitario ha dado ya, por otro lado, suficientes muestras de ineptitud en el uso de los recursos asignados, por no hablar de su infructífera función subsidiaria. Por ejemplo, la Universidad San Antonio de Abad del Cusco sólo ha utilizado la cuarta parte de lo asignado por el Estado para el cumplimiento de su año lectivo, siendo esta institución la segunda de mayor inversión estatal después de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos la que, justificando a duras penas su financiamiento, aparece dentro de las primeras universidades peruanas aunque muy lejos de las brasileñas, chilenas o mexicanas en el contexto latinoamericano.  Similar panorama se observa en regiones como Moquegua y Ancash en donde el perfil de los egresados de sus universidades públicas dista mucho del exigido en un mercado de mayor flexibilidad y altamente innovador, algo correlativo a sus niveles de gasto, igualmente deficientes.

¿Qué es, pues, lo que armonizaría un sistema educativo en sus fines reales, indistintamente de su origen público o privado? Un marco elemental de exigencia hacia la mejor calidad educativa alejado de cualquier seña de control político, sin restringir la finalidad del lucro en la Universidad privada, legítima por supuesto, pero en donde el timo corporativo se reduzca a su mínima expresión y existan sinceros y necesarios mecanismos para extirpar la parálisis y la mediocridad de sus órganos públicos rectores. Y cuando aludo a los fines reales del sistema educativo me refiero a la capacidad de la educación superior para satisfacer un mercado laboral especializado y a la vez adscrito a la discusión de los temas que conciernen al ejercicio ciudadano.

Quienes hablan de intervencionismo cuando evalúan los alcances de esta nueva Ley Universitaria, como la CONFIEP, son los mismos que no saben o no supieron distinguir entre Estado de Derecho y autoritarismo competitivo (nombre este último con el que, actualmente, se designan con cierta condescendencia a los gobiernos de talante dictatorial pero aupados al poder a través de elecciones, como el del reo Fujimori). Este grupo de interés alojado en su paupérrimo entendimiento del desarrollo como equivalente de rentabilidad no sólo no atina a identificar la influencia del rol que jugaría la elevada calidad educativa universitaria del Perú en la atracción de un mercado estudiantil extranjero y las consecuencias que este fenómeno traería en las producción intelectual y científica de estas casas de estudio, sin mencionar la valiosa experiencia del intercambio de conocimientos, sino que tampoco comprende que existen problemas sociales como el educativo, en donde se requiere una mayor atención sobre la población más pobre y marginal, no mediante la instrumentación de programas sociales, sino vigilando que la oferta educativa, a pesar de las precariedades de su infraestructura o la incompetencia de gran parte del cuerpo docente en tareas de investigación, cumpla con lo indispensable para no consolidar a la educación como una estafa descomunal.

En contra de lo que supone la CONFIEP, adalid de un mercantilismo flagrante en el país, la autonomía universitaria, por desgracia, es un principio constitucional que le ha servido a las universidades privadas sólo para maximizar su rentabilidad y a las públicas, para incrementar su gasto corriente e inmunizarse contra el cambio y la rendición de cuentas.