Adiós mundo interior (rewind)

Resacas

columna de Daniel Martínez

A Jonás

En las profundidades del océano existen picos más elevados que el mismo Everest. Los cofres que rebosaban tesoros descendieron las aguas lentamente hasta por fin tocar fondo, provocando esa muda explosión de arena tantas veces vista, al brillo de una pantalla. En la soledad y el silencio de la ballena sumergida, Jonás buscó en sí mismo y encontró a Dios. Ocurría por primera vez que el hombre, en un espacio cerrado (la primera ‘habitación propia’ en la historia de la humanidad), reflexionaba sobre su destino, preludio de la angustia existencial, mejor conocida ahora como estrés. Liberado y en tierra firme, Jonás se echó a descansar a la sombra de un arbusto; cuando a la mañana siguiente Dios secó la planta y la devolvió a la nada, Jonás enfureció hasta el punto de quererse morir, le importaba más la sombra sobre su cabeza que cualquier plan divino.

Virginia Woolf propuso la tesis de que, para convertirse en escritora, había que tener una habitación propia, un lugar reservado al que poder retirarse y escribir en perfecta calma. Por la misma época, Marcel Proust cubría las paredes de su habitación con planchas de corcho, En busca del tiempo perdido surgió de aquel empecinado silencio. Jane Austen ya había reparado en la importancia del cuarto propio; en Mansfield Park (1814), el indispensable “cuarto del Este” se convierte en eje vital de la protagonista: “…podía estar en medio del ruidoso ajetreo de los demás o retirarse en la soledad del cuarto del Este”. Habitación que no le pertenecía aún pero en la que el personaje se refugiaba, poniendo a salvo su mundo interior. Jonás encerrado en la ballena, fuera del Antiguo Testamento, en pleno siglo XX, habría acabado convirtiéndose en escritor, en el más recalcitrante de los autores ateos.

Imposible no referirse al primer espacio privado de todo mamífero, se peine o no. Una amiga recuerda, con alucinante nitidez (y melancolía), los muebles rojos y la alfombra amarilla de aquella habitación sumergida en líquido amniótico. Ahora, en las nuevas sensibilidades, posmodernas o nativo-digitales, entregadas más a la exploración de las superficies que de las profundidades, más afines a surfear que a bucear, el registro inconsciente de esos nueve meses no provoca sino malestar claustrofóbico. Al bucear en la interioridad de un mundo pretérito, se le opone este surfear contemporáneo. Hábito que el usuario replica en los periódicos, en la televisión, en los video-juegos, en las redes sociales, en internet, donde la variedad novedosa jala más que la concentración sostenida o la introspección. Todo el recogimiento al que se aspira hoy se destina a las dos horas que pasa uno en el cine (versión moderna de la ballena bíblica), donde si no hay una explosión cada tanto el tedio se hace insoportable.

Para leer —así como para escribir— se precisaba de soledad, de silencio y de un mundo interior. Mundo interior que empezó a forjarse a partir de la lectura silenciosa. Significó una auténtica revolución en el quehacer cotidiano cuando —hacia 1500— el hombre dejó de leer para un público y empezó a leer en voz baja, en un susurro apenas perceptible, para sí mismo. Dos o tres siglos después se pasó a la lectura totalmente silenciosa: ruptura que estableció la diferenciación entre el adentro y el afuera: al espacio público (la lectura en voz alta) se le oponía el espacio privado (la lectura en silencio). Mucho se discute ahora sobre los espacios público y privado. Y se hace una cerrada defensa del espacio privado cuando el que está siendo invadido es el espacio público. Vivimos bombardeados por secretos revelados, por intimidades contadas con desparpajo,  cámaras que nos cuentan las veinticuatro horas al día de un sujeto equis, o las redes sociales que dan cuenta de trivialidades minuto a minuto. Todo se dice, nada se calla (hasta se ha llegado a insinuar la atroz idea de que aquello que uno se guarda para sí, puede degenerar en algún tipo de cáncer). Al exhibirse el mundo interior —insoluble paradoja— se adapta necesariamente a los medios que lo exhiben: así, el mundo interior se torna hoy sensacionalista, vulgar, superficial, nimio, mentiroso. Bajo la excusa del Muéstrate-como-eres o del Se-Auténtico se nos vende puro brillo de pantalla. Es ese brillo el que nos obliga a verlos, y es ese mismo brillo el que los mantiene ocultos a nuestra mirada.

Compuesto de silencio y soledad —en lugares cada vez más bulliciosos y siempre conectados— el mundo interior parece estar condenado a desaparecer. No cabe duda que fue el recogimiento religioso el primer paso hacia la construcción de una interioridad. De leer la Biblia en voz alta (una lectura controlada o gregaria), se pasó a leerla en silencio (una lectura anárquica o individualista). Los modos de leer parecen estar sufriendo una nueva revolución. Y si se lee de distinta manera (una lectura que se dispersa entre sus múltiples opciones, virtualmente infinitas), terminará escribiéndose textos derivados de esa nueva modalidad. Nunca más nada parecido a La montaña mágica o a En busca del tiempo perdido… llegará el día en que ni siquiera las echemos de menos.