Reflejos nabokovianos

Resacas

literatura sobre los reflejos

Al  falaz azur de la ventana

En uno de sus cuentos, Nabokov escribe que el reflejo de las llamas puede a veces resultar más peligroso que la propia conflagración. En Lolita (1955), Humbert Humbert (en el universo nabokoviano abundan los ecos y las duplicaciones) describe un ‘callejón sin salida’ como “el espejo contra el cual se rompe uno la nariz”; y está, por supuesto, aquel pájaro picotero que, en el poema Pálido fuego (1962), es engañado (“asesinado”) por el “falaz azur de la ventana”. Enseguida, en la misma estrofa, sucede una melancólica descripción de esas recurrentes “tierras de cristal” nabokovianas: “Y desde adentro también me duplicaba / yo mismo, mi lámpara, la manzana en un plato: / corriendo la cortina, el vidrio oscuro / suspendía los muebles en la hierba, / ¡y qué delicia cuando una nevada / ese atisbo de césped ocultaba / y entonces silla y cama se posaban justo / en la nieve, fuera, en la tierra de cristal!” El mundo que se abre paso en el reflejo puede resultar nocivo si lo asumimos real (una nariz rota, el picotero muerto); si lo que desea uno es feliz evasión, plenitud de los sentidos, esos espejos asumen la función de lienzos, o pantallas de cine, cuya superficie, dependiendo de las artes del demiurgo, podrá hacerse cada vez más profunda. Nabokov, fascinado por los simulacros, por ejemplo en Pnin, deja constancia de su disgusto por el efervescente (publicó Pnin en 1957) arte abstracto.

Comparar las superficies reflectantes con lienzos o pantallas de cine ha sido, desde luego, ocurrencia de Nabokov. Para no alejarnos por completo de la maravillosa Pnin y sus paralelos entre reflejo y pintura, transcribo (sería completamente feliz si me dedicara sólo a transcribir) un pasaje en el que la naturaleza intenta apropiarse del objeto, en este caso, un automóvil: “…un sistema delicadísimo de ramitas negras se reflejaría en la superficie exterior de la ventana trasera y, en el parachoques, se alargaría una escena panorámica de desierto, un horizonte dilatado, una casa remota por aquí y, por allá, un árbol solitario”. Nabokov menciona a los artistas flamencos que hicieron del minucioso reflejo sello de su genio: Jan van Eyck, Petrus Christus y Hans Memling. En su fascinación por describir arteramente un objeto, imaginario o no (Nabokov admite haber inventado especies de mariposas, y un árbol), apela a diferentes recursos que le faciliten la distancia necesaria: el reflejo (en el auto, en el agua, en un espejo, en una ventana) o, lo extraordinario nabokoviano, frecuente en sus primeras obras, el desdoblamiento (ejemplos de desdoblamiento pueden hallarse en Desesperación o en La dádiva, escritas en ruso en la década del treinta). Ambos recursos le permiten también incluirse a sí mismo en la descripción. A veces, la descripción de un reflejo es meramente lúdica (Pnin): “El Rey, su padre, con la blanca camisa de sport abierta y una chaqueta negra liviana, estaba sentado frente a un escritorio espacioso cuya bruñida superficie duplicaba inversamente la mitad superior del grande-hombre, convirtiéndolo en una especie de carta de naipes”. O melancólicamente lúdica (Pnin): “Lástima que nadie presenciara el espectáculo en la calle vacía, donde la brisa de la aurora estriaba un gran charco luminoso y convertía los hilos telefónicos reflejados en el agua en negras líneas zigzagueantes e indescifrables”.

El pasaje que compara el espejo con una pantalla de cine ha sido frecuentemente citado. Lo leemos en La dádiva (1938): “Mientras cruzaba hacia la farmacia de la esquina volvió involuntariamente la cabeza a causa de un rayo de luz que había rebotado de su sien, y vio, con aquella rápida sonrisa con que saludamos un arco iris o una rosa, un paralelogramo de cielo, cegadoramente blanco, que estaban descargando del camión —un armario de luna, a través del cual, como a través de una pantalla de cine, pasó un reflejo impecable y claro de ramas, deslizándose y meciéndose, no arbóreamente, sino con una vacilación humana, producida por la naturaleza de los que llevaban a cuestas este cielo, estas ramas, esta fachada deslizante”. La superficie capaz de duplicar la realidad es, una vez más, medio para que lo vulgar se transforme en extraordinario; lo que motiva a Nabokov es el puro placer visual: “El mayor sueño del escritor consiste en convertir al lector en espectador” (Desesperación, 1936).

Entre los múltiples reflejos nabokovianos, en Desesperación el narrador confiesa su rendida fascinación: “Abajo, en la quieta superficie del agua, admiramos (haciendo, por supuesto, caso omiso del original) la réplica exacta del tapiz otoñal del parque, con su follaje multicolor, el azul glaseado del cielo, los oscuros perfiles de la balaustrada y nuestros rostros inclinados. Cuando caía alguna lenta hoja, subía a encontrarse con ella, desde las profundidades oscuras del agua, su inevitable doble. El encuentro era insonoro. La hoja bajaba girando sobre sí misma, y girando sobre sí misma ascendía, anhelante, su exacto, bello y letal reflejo. Me sentí incapaz de arrancar la mirada de esos inevitables encuentros”.

A Nabokov le molestaba la mistificación, detestaba que se buscara en su obra más de lo que explícitamente había. Se consideraba a sí mismo un autor frívolo, atento al detalle en función de un único efecto: estremecer la columna vertebral del lector. No buscó en la literatura otra cosa que no fuera la pura fruición, el puro deleite de los sentidos.

 

 

Reflejos nabokovianos

Al  falaz azur de la ventana

En uno de sus cuentos, Nabokov escribe que el reflejo de las llamas puede a veces resultar más peligroso que la propia conflagración. En Lolita (1955), Humbert Humbert (en el universo nabokoviano abundan los ecos y las duplicaciones) describe un ‘callejón sin salida’ como “el espejo contra el cual se rompe uno la nariz”; y está, por supuesto, aquel pájaro picotero que, en el poema Pálido fuego (1962), es engañado (“asesinado”) por el “falaz azur de la ventana”. Enseguida, en la misma estrofa, sucede una melancólica descripción de esas recurrentes “tierras de cristal” nabokovianas: “Y desde adentro también me duplicaba / yo mismo, mi lámpara, la manzana en un plato: / corriendo la cortina, el vidrio oscuro / suspendía los muebles en la hierba, / ¡y qué delicia cuando una nevada / ese atisbo de césped ocultaba / y entonces silla y cama se posaban justo / en la nieve, fuera, en la tierra de cristal!” El mundo que se abre paso en el reflejo puede resultar nocivo si lo asumimos real (una nariz rota, el picotero muerto); si lo que desea uno es feliz evasión, plenitud de los sentidos, esos espejos asumen la función de lienzos, o pantallas de cine, cuya superficie, dependiendo de las artes del demiurgo, podrá hacerse cada vez más profunda. Nabokov, fascinado por los simulacros, por ejemplo en Pnin, deja constancia de su disgusto por el efervescente (publicó Pnin en 1957) arte abstracto.

Comparar las superficies reflectantes con lienzos o pantallas de cine ha sido, desde luego, ocurrencia de Nabokov. Para no alejarnos por completo de la maravillosa Pnin y sus paralelos entre reflejo y pintura, transcribo (sería completamente feliz si me dedicara sólo a transcribir) un pasaje en el que la naturaleza intenta apropiarse del objeto, en este caso, un automóvil: “…un sistema delicadísimo de ramitas negras se reflejaría en la superficie exterior de la ventana trasera y, en el parachoques, se alargaría una escena panorámica de desierto, un horizonte dilatado, una casa remota por aquí y, por allá, un árbol solitario”. Nabokov menciona a los artistas flamencos que hicieron del minucioso reflejo sello de su genio: Jan van Eyck, Petrus Christus y Hans Memling. En su fascinación por describir arteramente un objeto, imaginario o no (Nabokov admite haber inventado especies de mariposas, y un árbol), apela a diferentes recursos que le faciliten la distancia necesaria: el reflejo (en el auto, en el agua, en un espejo, en una ventana) o, lo extraordinario nabokoviano, frecuente en sus primeras obras, el desdoblamiento (ejemplos de desdoblamiento pueden hallarse en Desesperación o en La dádiva, escritas en ruso en la década del treinta). Ambos recursos le permiten también incluirse a sí mismo en la descripción. A veces, la descripción de un reflejo es meramente lúdica (Pnin): “El Rey, su padre, con la blanca camisa de sport abierta y una chaqueta negra liviana, estaba sentado frente a un escritorio espacioso cuya bruñida superficie duplicaba inversamente la mitad superior del grande-hombre, convirtiéndolo en una especie de carta de naipes”. O melancólicamente lúdica (Pnin): “Lástima que nadie presenciara el espectáculo en la calle vacía, donde la brisa de la aurora estriaba un gran charco luminoso y convertía los hilos telefónicos reflejados en el agua en negras líneas zigzagueantes e indescifrables”.

El pasaje que compara el espejo con una pantalla de cine ha sido frecuentemente citado. Lo leemos en La dádiva (1938): “Mientras cruzaba hacia la farmacia de la esquina volvió involuntariamente la cabeza a causa de un rayo de luz que había rebotado de su sien, y vio, con aquella rápida sonrisa con que saludamos un arco iris o una rosa, un paralelogramo de cielo, cegadoramente blanco, que estaban descargando del camión —un armario de luna, a través del cual, como a través de una pantalla de cine, pasó un reflejo impecable y claro de ramas, deslizándose y meciéndose, no arbóreamente, sino con una vacilación humana, producida por la naturaleza de los que llevaban a cuestas este cielo, estas ramas, esta fachada deslizante”. La superficie capaz de duplicar la realidad es, una vez más, medio para que lo vulgar se transforme en extraordinario; lo que motiva a Nabokov es el puro placer visual: “El mayor sueño del escritor consiste en convertir al lector en espectador” (Desesperación, 1936).

Entre los múltiples reflejos nabokovianos, en Desesperación el narrador confiesa su rendida fascinación: “Abajo, en la quieta superficie del agua, admiramos (haciendo, por supuesto, caso omiso del original) la réplica exacta del tapiz otoñal del parque, con su follaje multicolor, el azul glaseado del cielo, los oscuros perfiles de la balaustrada y nuestros rostros inclinados. Cuando caía alguna lenta hoja, subía a encontrarse con ella, desde las profundidades oscuras del agua, su inevitable doble. El encuentro era insonoro. La hoja bajaba girando sobre sí misma, y girando sobre sí misma ascendía, anhelante, su exacto, bello y letal reflejo. Me sentí incapaz de arrancar la mirada de esos inevitables encuentros”.

A Nabokov le molestaba la mistificación, detestaba que se buscara en su obra más de lo que explícitamente había. Se consideraba a sí mismo un autor frívolo, atento al detalle en función de un único efecto: estremecer la columna vertebral del lector. No buscó en la literatura otra cosa que no fuera la pura fruición, el puro deleite de los sentidos.