Breve historia de lo portátil (1)

Resacas

el conejo blanco

Al Conejo Blanco

Resulta significativo que uno de los primeros objetos —sino el primero— en diseñarse para ser sacado fuera de casa y llevado con uno a todas partes, haya sido el reloj de bolsillo. Lo que fuera la brújula para el marinero, fue el reloj de bolsillo para el citadino del siglo XVI. La obsesión por el tiempo, como al apurado conejito amigo de Alicia, lleva siglos torturándonos; se han utilizado relojes de sol, de agua, de arena, de fuego: en la Antigua Roma se utilizaban las velas a manera de reloj, se hacían muescas a la cera y lo que tardaba la vela en consumirse de una marca a otra era una unidad de tiempo, absolutamente arbitraria; por lo menos nuestra hora actual tiene que ver con una división más o menos exacta del día solar, a partir de la cual… pensándolo bien, podríamos haber dividido el dichoso día en n partes más o menos iguales y nadie se habría molestado. (Y quienes padecemos el culpable placer del cigarrillo, cuántas veces no hemos medido el tiempo en puchos).

El reloj de bolsillo pegó tanto que se convirtió en argumento —no muy ingenioso— para contradecir las teorías de Darwin. En 1802, al teólogo inglés Willian Paley se le ocurrió lo que se conoce comúnmente como el “argumento del diseño”. Según Paley, así fuese la primera vez en tu vida que contemplases un reloj de bolsillo, inmediatamente te darías cuenta de que lo había hecho, diseñado, un ser inteligente, así el mundo y el universo entero no podía sino haber sido hecho, diseñado, por un ser inteligente. Se concebía entonces la naturaleza como una suerte de mecanismo que funcionaba a la perfección, lo mismo que un reloj de bolsillo. El mismo Darwin era consciente de la contundencia de tal argumento, en parte por ello prefirió no dar a luz sus hallazgos sino hasta muchos años después, presionado por otro científico (Alfred Russel Wallace) que había llegado casi a las mismas conclusiones y se aprestaba a tomar el mundo por asalto.

Sin embargo, tal parece que el reloj de bolsillo —al igual que el mundo y el universo entero— no siempre funcionaba según lo ideado, lo que terminó de convertir la malhadada metáfora divina en sacrílega. El novelista inglés Thomas Hardy publicó en 1874 su célebre Lejos del mundanal ruido. En ella hallamos una divertida descripción de un hombre en perpetua lucha con su reloj de bolsillo, cuya “manecilla más pequeña se salía a veces del pivote, de tal suerte que, si bien marcaba los minutos con precisión, nadie podía tener la certeza de la hora a la cual correspondían”. Oak —así se llama el personaje— tenía que pasársela golpeando y sacudiendo su reloj para que marchase y orientarse según el sol y las estrellas para ponerlo otra vez en hora. Y aunque portátil, parece que no era muy liviano: “…para sacarlo se veía obligado a echar el cuerpo hacia un lado, apretar los labios y la cara hasta formar una masa informe de carne rubicunda, como consecuencia del esfuerzo, y tirar del reloj sujetándolo de la cadena, tal como se saca un cubo de un pozo.” Otro escritor inglés, el ensayista y crítico literario William Hazlitt, comparaba su reloj de bolsillo con “un salteador de caminos, con la cara tapada, y no con el aspecto franco y abierto de un amigo”. Le molestaba particularmente el “abrir y cerrar de tapas macizas y pesadas” pues sin ello el cristal quedaba indefenso a los golpes y al polvo capaz de colarse por algún intersticio y obstruir el mecanismo. Hazlitt consideraba el llevar uno de estos artilugios como un acto ostentoso y petulante. No le faltaba razón, los relojes de bolsillo —invento atribuido a Peter Henlein, relojero de Augsburgo, a fines del siglo XV— eran objetos de lujo, costosos: los había de oro, de plata y hasta adornados con diamantes. Era tanta la fascinación que despertaban, que si lo balanceaban delante de nuestros ojos podía llegar a hipnotizarnos (como resultado del movimiento pendular o del brillo de algún metal precioso). Recién en el siglo XX, poco antes de la I Guerra Mundial, aparecería el reloj de pulsera y el uso masivo de este “infierno florido” (Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj, Julio Cortázar).

El reloj de bolsillo es la punta de lanza de la modernidad, caracterizada por su gusto y obsesión por el objeto portátil.