Por favor, leerlo en una tribuna vacía

Disparos al aire

TRIBUNA_MELGAR 

A todos los hinchas de mi equipo.

 

Dejé de confesarme en la secundaria cuando un cura de la iglesia de La Compañía de Jesús se mostró exageradamente interesado en las cosas que yo pensaba —aquello que mi desmesurada imaginación me proveía— cuando me procuraba placer a mí mismo. El viejo empezó a jadear, sin el menor embarazo, dentro del confesionario.

Asqueado y furioso, me juré nunca más volver a comparecer ante un cura y así lo hice. Sin embargo, antes de acontecimientos importantes (exámenes de ingreso a la universidad, entrevistas de trabajo, visitas al doctor u operaciones de algunos de mis familiares) le escribía pequeños textos a Dios en alguna estampita del Señor de los Milagros, San Juan Bautista De La Salle, la Virgencita de Chapi o del Divino Niño.

Escribirle a ese siempre inaccesible Ser Superior era una manera de confesarme sin necesidad de compartir mis miserias (“pecados” les llamaba en el colegio) con algún cura potencialmente peligroso y desagradable.

Ahora ya no le escribo a Dios, sólo hablo con Él. Presiento que nunca me escucha. Se trata de un monólogo esquizoide. Un soliloquio de una prescindible y afectada versión menor de Juan Pablo Castel.

—Lo que escribes no es cristiano.

—¿Y quién te ha dicho que yo quiero escribir cosas cristianas?

—Yo no puedo estar de acuerdo con las cosas que estás escribiendo.

—No busco que apruebes lo que escribo, ¿lo puedes entender?

—Cada día te entiendo menos. Te estás haciendo un daño irreparable. Cuando te des cuenta será muy tarde.

Así empezó la fractura definitiva. Dios me regaló a una mujer excepcional. Él también me la quitó.

—¡No vuelvas, te vas a arrepentir! —me advirtió Raúl—. Muchas mujeres vas a encontrar, sobre todo acá, pero una oportunidad así no se repetirá. Tú siempre habías soñado con poder vivir de tu escritura, ¿o no?

—Es que yo la quiero. No puedo vivir sin ella, huevón.

—No te ofendas, pero… bien rápido te vas a olvidar de la cojuda… es cuestión de tiempo.

Acabábamos de entrar al cabaret “Tootsies” de Miami y nos habían dado el vuelto con varios billetes de un dólar:

—¿Por qué nos dan puro sencillo? —le pregunté, contrariado, luego de mostrarles mi pasaporte a los porteros.

—Se ve que no has visto muchas películas —me dijo con tono burlón mientras me señalaba a la barra.

Las mujeres eran hermosas. Algunas plásticas, tatuadas, cargadas de disfuerzos. Otras, más naturales que una puesta de sol en la playa, espontáneas, calientes e irresistibles, sobre todo las cubanas, colombianas y puertorriqueñas.

—¡Qué raro verte tan relajado con semejantes lomos a tu alrededor! —exclamó Raúl—. Cuando lo traje al Fernando se puso a temblar y me pidió un cigarro para calmarse un poco.

—Estoy empastillado, Raúl, si no me caigo al suelo es sólo por voluntad divina.

—Pero si tiras con una de éstas vas a ver a Dios.

Veinte dólares a cambio de bailes de fricción con una habanera voluptuosa que me restregaba un trasero descomunal mientras yo le hablaba de Reinaldo Arenas. La cerveza me puso eufórico, las inhibiciones se esfumaron junto a los recuerdos de Micaela.

—¡Vamos a la barra! —me dijo Raúl.

Y fuimos. Miami era una fiesta. El desfile de cuerpos perfectos, siluetas evanescentes, el paraíso era el “Tootsies”. Y él, mi viejo amigo de la infancia, entregándose a los pechos de una gringa que se dejaba poner los billetes en medio de las nalgas:

—¡Esa piel, Orlando, esa piel! Estoy enamorado de la piel de las putas.

—¿Y entonces por qué te has casado con Elena?

—Porque no me quedó otra: ella está embarazada.

Y, sin pedir permiso, irrumpe el recuerdo de Micaela saliendo llorosa del instituto: ¿qué rayos había pasado?

—Me hice el examen de orina, Orlando, porque tenía un retraso de tres semanas: estoy embarazada.

—¿Estás segura?

—Ya me hice el examen de sangre también, tengo que ir a recoger los resultados.

—Entonces, vamos, te acompaño.

—Primero, las cosas claras: si no te quieres hacer cargo, dímelo ahora. Nunca te lo voy a reprochar. Sé que no estás listo, que no quieres ser papá, siempre me lo has repetido.

—Yo asumo la responsabilidad y es lo que debo hacer.

—No te sientas obligado… puedes irte si no quieres ser papá.

—Jamás te voy a abandonar, Micaela —le juro y por dentro muero porque no quiero ser papá. Y, por sobre todas las cosas, no quiero ser como mi padre.

En el laboratorio una señora malgeniada le pregunta su nombre completo y empieza a buscar el sobre con los resultados. Le pido a Dios que no, que no lo permita: yo no soy el indicado.

—¿Y estaba o no estaba embarazada? —me pregunta Raúl.

—No —le cuento—. No estaba embarazada. Yo estaba feliz, había zafado. Pero ella se puso a llorar, se había ilusionado muchísimo.

—¿Y qué te dijo ella?

—Siempre he querido tener un hijo como tú, que sea igualito a ti.

Me acordé de Bryce y de su lúcida decisión de no ser padre jamás:

—No quisiera hacerle a nadie el daño de parecerse a mí.

Micaela siguió llorando y yo me acordé de papá. Hubo una vez en que fui infinitamente feliz a su lado: cuando me llevó al estadio a ver al Melgar.

El fútbol fue mi primera pasión. Mis primeras lecturas tenían que ver con el fútbol: “El Gráfico”, una revista deportiva argentina que llegaba los viernes por la tarde a un puesto de periódicos del centro de la ciudad y en donde leí por primera vez «El penal más largo del mundo», aquel inolvidable cuento de Osvaldo Soriano.

Me inscribí en la academia de fútbol del ex-delantero Juvenal Briceño Ramos (un accidente en moto a causa de una borrachera interrumpió su prometedora carrera deportiva). Traté de aprender las más elementales nociones del fútbol en el estadio de Umacollo. Después, un amigo del barrio me llevó a probarme en el club Huracancito. “Yo soy del Melgar”, le dije. “No importa”, repuso, “simplemente vamos a jugar”.

—¡No quiero que seas futbolista y no te voy a dejar ir a entrenar en el Huracán! —me dijo mi padre—. Allí vas a aprender a tomar: ¡los futbolistas son unos borrachos!

Mi padre es alcohólico.

Yo también lo soy.

La vida muchas veces es incomprensible y absurda. Empecé a vengarme de ella —hablo, por supuesto, de la realidad— cuando caí en la cuenta de las licencias que me otorgaba la ficción. Sin embargo, eso vino más adelante.

Obligado por mi progenitor —y también consciente de mi falta de talento— tuve que abandonar mi primera pasión. «Entonces —me dije— seré periodista y estaré lo más cerca posible del mundo del fútbol».

En la secundaria empecé a escribir cuentos de fútbol en una vieja máquina de escribir que mi madre dejó de utilizar. Sería más preciso señalar que yo me apropié de aquel aparato. La imaginación, cómplice y fiel compañera, me hacía poner al director de mi colegio —el Hermano Barcenilla— en el arco del Melgar y dotarlo de todas las habilidades de «la araña negra» Lev Yashin… y quizá algo más.

De aquellos años recuerdo “El principito”: en aquel libro un dibujo que parecía ser un simple sombrero podía convertirse en una boa en plena digestión de un elefante. “Cartas desde la selva” de Horacio Quiroga fue una lectura cautivante (admiré más al escritor uruguayo luego de rastrear sus datos biográficos plagados de infortunio, enfermedades y suicidios).

Al terminar la secundaria ya tenía muchos cuentos escritos y decidí postular a Ciencias de la Comunicación en la UNSA. Ingresé sin problemas. Sin embargo, no sé por qué terminé desertando.

La verdad es que lo sé, pero no lo quiero aceptar: dejé el periodismo por coincidir en la misma universidad de Micaela. Me hizo perder la cabeza.

Hoy me siguen persiguiendo ecos, imágenes, frases de Miami. Mi amigo Raúl me advirtió que me iba a arrepentir. Que mujeres podía conseguir en cualquier lado, pero una beca para escritores era una oportunidad irrepetible.

Volví al Perú, es decir, a la desesperanza, a la aplanadora de carne. Y volví a estar con Micaela.

Ya la perdí. Desde hace más de un año estoy “panorámicamente solo”, como dice Sabato en “Abaddón, el exterminador”. A punto de pisar una iglesia para confesarme. Para decirle al cura de turno que me he pasado la vida escribiendo cosas reñidas con la cristiandad. Que soy un rencoroso sin remedio y que sólo dejaría de escribir si Dios me devolviera a Micaela.

Pero es mentira. Y eso es lo que más me duele: amo escribir, amo a las palabras más que a Micaela. Ésta es la confesión más dolorosa y apremiante. Esto soy yo: no más que una suma de palabras.

Cómo explicarle al cura que cuando me entrego a la escritura Dios no existe y yo, en cambio, me siento más vivo que nunca… como aquella noche en el cabaret “Tootsies”.

Ahora que lo pienso, también escribo porque nunca podré llevar a un hijo mío al estadio: la tribuna sur del estadio Melgar. Eso, en verdad, no tiene precio.