Bien apuntaba Frank Bohn en sus Notas sobre Corrupción e Inversión Pública, que la inestabilidad política (entendida como ausencia de continuidad) hace que algunos gobiernos actúen con suma miopía debido a que los efectos benéficos de sus políticas no son capitalizables, a favor de ellos, en el futuro; es decir, que ante la impredictibilidad y/o la imposibilidad de permanecer en el cargo indefinidamente, solo están dispuestos a sembrar y cosechar mientras tengan alquilada la chacra o, lo que es lo mismo, mientras duren en el cargo. Esta razón explicaría el modus operandi de quienes juegan entre obra pública y redito político, un juego que tiene sus propias reglas y que, sin estar en ninguna Ley o Constitución, se cumple a cabalidad y casi con religiosa devoción.
No es difícil apreciar en el escenario político local cómo salta, con meridiana claridad, la íntima correspondencia entre obra pública y rédito político, un polémico dúo que interactúa con total libertad y hasta con un halito de legitimidad. Al fin y al cabo, lo que al pueblo le interesa son la obras y lo que al político le interesa es, además de la foto, el cartel y la placa conmemorativa, algunos beneficios extras que llamaremos sanamente “alguito más”. Pero, cual es el origen de semejante asociación? Cómo así la obra pública es obligada a generar rédito político al poder local de turno y cómo, por simple rédito político, el poder local de turno escoge impulsar determinadas obras y parquear otras? Pareciera ser que esta relación siamesa se ha venido orquestando desde hace mucho tiempo atrás, casi con el propio origen de las instituciones civiles en la naciente Roma. No por nada el propio Horacio se lamentaba de la corrupción que, por ese entonces, ya campeaba en suelos imperiales. Nunca nadie inventó una vacuna y la aplicó masivamente a tiempo. Hemos dejado que ese virus cubra el planeta entero y hasta hemos aprendido a desarrollar cierta empatía, tal cual revelan tristes frases populacheras como: “roba, pero hace obra” o “roba, pero con decencia”.
Es claro que quien asume una posición de liderazgo político mediante un cargo de elección democrática tiene la obligación de cumplir con los postulados de su delegación, pero de ninguna manera el cumplimiento de dichas obligaciones deben confundirse, mañosamente, con el desarrollo de una agenda personal o partidaria. Veamos cómo sino, y con total libertad, cada alcalde pinta obras con los colores de su movimiento o partido, como si la ciudad fuese menos que nada y apenas un mero soporte para su propio marketing político. Desde edificios, vehículos y uniformes hasta el color del papel higiénico, todo debe guardar “armonía” con la nueva imagen institucional capturada por un político de turno, en afanes vehementes por cosechar rédito político. Ni qué decir cuando se trata de construcciones visibles y paquidérmicas que, cual si estuvieran envueltas en miel, atraen todo tipo de bichos dispuestos a pagar cualquier “sobrecosto” con tal de asegurarse la buena pro que, en honor a la verdad debería llamarse mala pro, por los malos procedimientos y vicios camuflados que suelen manifestarse, especialmente cuando hay más de un interesado. Ya se imaginan cuando sólo se presenta un solitario y misterioso postor, no? Happy hour!
Entonces, quiénes están detrás de las obras públicas? Que pregunta! Pues toda aquella empresa interesada que esté en condiciones de involucrarse y que vea atractiva una oportunidad de negocio. Hasta aquí no he pecado de omisión, palabra o pensamiento. Pero… cómo terminan ganando licitaciones? Ah, eso es otra historia. Una historia que no está escrita en ningún libro. Una historia que es, por decir algo inocuo, es parte del secretismo industrial-empresarial; parte de su know-how, el mismo que incluye una serie de estratagemas que, cual instinto de sobrevivencia, inducen a acciones estratégicas para asegurar el trabajo. Esto implica algo parecido a sembrar con la debida anticipación para luego cosechar; tal cual un campesino lo hace, solo con la diferencia que estos cosechan centavos y los otros millones…decenas de, cientos de o tal vez miles de. Y qué de malo tendría facturar millones y dar empleo a decenas de jóvenes bien preparados? Cuál es el pecado de ganar una licitación? Qué culpa tendría, por ejemplo, ACME en monopolizar productos para cazar correcaminos? Pues nada, a no ser que haya olor a sutiles formas de corrupción involucradas en los procesos de selección y que gracias a astutos maquilladores, pueden pasar muy bien inadvertidas para el público en general, pasando como transparentes, límpidos y celestiales -coro de ángeles y flores incluidas-, procesos que en realidad no lo son. Aquí siento haber descubierto la pólvora.
La realidad supera la ficción y en materia de obras públicas hay una guerra invisible y sin cuartel que se lucha con muchas armas y recursos. Grandes empresas que están a la caza de políticos para ofrecerles financiamiento de campaña a cambio de futuras (e indefectibles) luces verdes. Candidatos que con una mano delante y otra atrás se lanzan al ruedo electoral y que, misteriosamente y por obra del Espíritu Santo, empapelan calles enteras, ciudades enteras, países enteros. De donde pecata mia? Si no es de la mía, de la corrupción pues venia -la plata-, y sola.
Y cuál es el efecto de la corrupción en la sociedad civil? Nada más dramático que las conclusiones del estudio de Nicholas Ambraseys del Imperial College of London y de Roger Bilham de la Universidad de Colorado en Boulder, cuando señalan que los 300,000 muertos por el terremoto de Haití, en enero de 2010, son resultado directo del colapso de edificaciones que no tenían por qué colapsar, de haberse aplicado políticas anticorrupción. En Haití, la corrupción mato a 295,000 haitianos, mientras que el terremoto al resto. Así de simple. Es más, anticipan que los daños y fatalidades de un eventual terremoto, en cualquier otra parte del mundo, serán directamente proporcionales a los niveles de corrupción imperantes en la localidad afectada. Y ya estamos siendo prevenidos con inusuales temblores, no?
Lamentablemente, nada de esto parece interesar a nadie por encima del rédito político. Obras públicas? Sólo aquellas que generen más aplausos y más fotos. Obras públicas? Sólo aquellas en las que el manejo directo permita un mando poco visible de fondos públicos. Obras públicas? Sólo aquellas que provengan de iluminadas propuestas alcanzadas por un poderoso contratista internacional. Obras públicas? No importa si nunca estuvieron en los Planes de Gobierno con tal que sean “atractivas”. Obras públicas? Sólo aquellas que respondan sonoramente a un “y yo, qué gano con esto?”.
Se vienen gigantescas obras urbanas que nunca estuvieron agendadas públicamente. Obras que los arequipeños no hemos pedido. Obras que pretenden resolver problemas a costa de asegurar votos y alianzas. Obras que, más allá de grandes, vistosas y modernistas, implican razones ocultas que hay que develar para evitar que la genuina obra pública sea una inexpugnable hermana siamesa del rédito político y la consabida repartija, hija predilecta de la corrupción.
Por qué reconocer a terceros lo ejecutado con nuestros tributos? Por qué permitir que terceros advenedizos se beneficien políticamente con obras que se financian total o parcialmente con el erario público? Quizás deberíamos considerar que al igual que la obra pública, su rédito político debería también ser patrimonio exclusivo del pueblo, de cuyos bolsillos, final y ultimadamente, se alimentan los costos de la gran mayoría de obras públicas y que falazmente pretenden atribuirse como propias algunos personajes de la farandúlica política nacional y local. Estamos prevenidos.