El predicador y la muerte

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Gonzalo Portocarrero en su revelador libro Profetas del Odio (PUCP, 2012), cuando examina la efectividad del mensaje de Abimael Guzmán sobre la población rural y un amplio sector marginado de la sociedad señala que el discurso que buscaba soliviantar sus ánimos hacia la insurrección armada era uno que implicaba una complicidad entre quien lo vertía y sus oyentes, alimentando la idea de salvación a través de la revolución, para implantar un nuevo orden con la violencia propia de una justicia tanto tiempo negada a los desposeídos y por la que los opresores de un sistema usurpador pagarían muy caro. Esta es, sustancialmente, la trama que desarrolla La Désintégration, de Philippe Faucon, y exhibida en el Festival de Cine Francés (2013), en su tercera edición, aunque los protagonistas y el ambiente de esta historia se sitúen a miles de kilómetros de distancia de la realidad que desintegró a la sociedad peruana hace más de una década y media y cuya crueldad costó miles de vidas producidas por el fanatismo y su brutal represión.

Los predicadores de verdades superiores al entendimiento o a la razón humana aprovechan el espacio que les ofrecen la desprotección política y legal del Estado y el prejuicio enraizado en la población reduciendo a espectro la presencia del otro, para inocular el racismo, la homofobia y el repudio hacia las minorías, entre otros odios. En el filme de Faucon observamos la radiografía de una sociedad como la francesa en la que sus cualidades democráticas mostradas a lo largo del tiempo por las conquistas alcanzadas en la soberanía del individuo y por la defensa de sus derechos no son suficientes para exponerse ante el mundo como un país integrado, con una noción de ciudadanía expandida en todos sus estratos sociales y con una mirada atenta a la inserción pública de las minorías.

Las imágenes cotidianas de La Désintégration muestran las penurias por las que un joven árabe-musulmán debe padecer para incorporarse a la vida laboral del país que lo acoge y que a pesar de sus esfuerzos (como el hablar su idioma, el francés) se siente ajeno a él; estas imágenes reflejan el desasosiego de millones de personas desplazadas por la guerra en sus regiones o empujadas a buscar mejores alternativas de progreso en otras tierras, y que ante la mirada hostil de sus nuevos vecinos, van acumulando resentimientos y desconfianza. Precisamente este arrinconamiento social al que es sometido un importante porcentaje de musulmanes en Francia es el centro de lo que se cuenta en el filme, cuando en pantalla observamos los distintos dramas que resisten, sin éxito, tres jóvenes que, reunidos bajo la desdicha de la marginación, coinciden en la búsqueda de algún placebo que los redima de sus infortunios. Ante situaciones desesperadas, las medidas se tornan desesperadas también, y en cada uno de ellos el convencimiento de que no hay nada más que hacer frente al agravio constante de los demás y a la incomprensión occidental de sus raíces, se refuerza la necesidad de destruir al que ofende con su cultura y su displicencia.

Aquí es donde cobra un papel relevante el predicador, aquel que con su palabra iluminada y su impoluta superioridad revela a las víctimas de la segregación la tarea para la que están destinados: el sacrificio, la inmolación para alcanzar el reino de la justicia negado aquí en la tierra. Por eso, es inminente el castigo que la humanidad pagana, esa que se dice aliada del progreso y la modernidad, deberá soportar bajo la espada de los que sí conocen e interiorizan la voluntad divina, de los que interpretan el Islam como puntal de supremacía religiosa, en franca disputa con los principios de cualquier democracia. Estos jóvenes, sin oportunidades de integrarse a la sociedad, encuentran en el carisma de otro, experimentado en el oficio de la manipulación, el camino para encauzar su rabia y frustración. Y como toda concepción totalitaria, nutrida de un cariz religioso, la única forma que encuentra para crear un nuevo orden social es a través del adoctrinamiento bajo el credo de la sumisión, oportunidad idónea para colonizar las mentes de quienes se sienten desplazados por la incontenible secularización de las sociedades, su galopante espíritu consumista, y las desabridas huellas que deja ese demonio llamado mercado. La Désintégration nos muestra, con acertados “argumentos” por parte del predicador, ese proceso de intimidación que atraviesan los potenciales terroristas suicidas, por el que se imponen los fundamentalismos y se elimina de la conciencia del ser todo rastro de cuestionamiento, anulando la capacidad para el diálogo y dejando el terreno fértil para el servilismo.

Philippe Faucon ha comentado que el filme ha pretendido exponer esa identidad quebrada en el individuo “diferente” que traza esa fractura mayor, la social, dificultando todo intento de integración: lo francés contra lo musulmán, lo occidental contra el islam, lo secular contra la religiosidad. Mientras acompañamos a uno de estos jóvenes, cansado de buscarse un mejor destino laboral y cuya seña árabe, en medio de un país de valores distintos a los suyos, lo mantiene alejado de tal objetivo, no podemos desentendernos del recorrido personal que éste sigue desde el desánimo hacia la irreflexión, hasta llegar al fanatismo. No hay forma de no comprender, gracias a este filme, las consecuencias de la discriminación racial o de fe.

La integración resulta de una confluencia de aportaciones culturales y no de la amputación de elementos que conforman el carácter definitorio de la identidad fundamental de un país como Francia, ha escrito el periodista francés Rene Naba. Y es cierto; no solamente se enriquece una sociedad con su gama de visiones frente al debate permanente de lo que significa el desarrollo, sino que se permite tender puentes de diálogo intercultural y ejercer influencia en la percepción de la comunidad internacional sobre los retos y beneficios de la convivencia pluralista pero acelerando procesos de movilización social.

Los diálogos del filme no ostentan excesivo misticismo. Los propósitos de la yihad se exponen con claridad dentro de una irracionalidad que niega compasión por los demás. La duda, rodeada de tanta certeza monstruosa, aparece también, porque ni el más fiero corazón puede sucumbir al destello omnipresente del temor cuando acecha la muerte. Por eso, la pureza celestial de la que se recubre la misión que deben cumplir estos muchachos no tiene el mismo efecto en cada uno de ellos. Como así, igualmente, el grado de asimilación de estos jóvenes en una sociedad propia y ajena a la vez, depende del temple para resistir el obstáculo o de la turbación para rendirse ante la indolencia. Este es el drama de muchas familias desplazadas, intentando integrarse a una nueva sociedad, pero manteniendo los rasgos esenciales de su origen.

La descripción que hace Portocarrero de la psicología de Abimael Guzmán, un engatusador sangriento, desde su postura de adalid intocable de un pensamiento totalitario es la misma que descubrimos en la figura del hombre que explota la ira de los jóvenes en La Désintégration. La vida que se pone en juego es la de los enrolados, nunca la del reclutador. Su lugar en la misión está por encima de su consecución, permanece en un lugar ulterior a la tarea, sin él, sin su existencia prolongada el futuro de la lucha, de la guerra santa, corre grave riesgo de perderse. Ese título de guía o maestro que se confiere el predicador le otorga ciertas prerrogativas sobre la vida de los demás. Él determina los blancos, señala el día del atentado y designa a los “mártires” de la causa.

Sin embargo, como bien sugiere el sociólogo al referirse a la naturaleza ambigua del líder senderista, quizá sea más apropiado, igual en el caso del filme, hablar de extrema falta de coherencia que de fanatismo, un defecto poco divino, porque lo que el líder sectario, elegido por voz celestial para cumplir con sus “acciones de martirio”, exige de sus seguidores no lo cumple consigo mismo; esa entrega total está reservada sólo para los que tienen el privilegio de ser llamados por el movimiento purificador de aquellas almas que se encuentran en flagrante ofensa al islamismo. El que predica, cómodo desde su cobijo, no está dispuesto a manchar su investidura ni denigrar con la sangre de sus víctimas su aura de redentor.

Escalofriante arrogancia exhibida en cualquier parte del mundo en donde la realidad constreñida a la utopía convierte en carne de cañón al más vulnerable y, por cierto, temerario de los seres: el ser discriminado.

 

 

 

El predicador y la muerte

Gonzalo Portocarrero en su revelador libro Profetas del Odio (PUCP, 2012), cuando examina la efectividad del mensaje de Abimael Guzmán sobre la población rural y un amplio sector marginado de la sociedad señala que el discurso que buscaba soliviantar sus ánimos hacia la insurrección armada era uno que implicaba una complicidad entre quien lo vertía y sus oyentes, alimentando la idea de salvación a través de la revolución, para implantar un nuevo orden con la violencia propia de una justicia tanto tiempo negada a los desposeídos y por la que los opresores de un sistema usurpador pagarían muy caro. Esta es, sustancialmente, la trama que desarrolla La Désintégration, de Philippe Faucon, y exhibida en el Festival de Cine Francés (2013), en su tercera edición, aunque los protagonistas y el ambiente de esta historia se sitúen a miles de kilómetros de distancia de la realidad que desintegró a la sociedad peruana hace más de una década y media y cuya crueldad costó miles de vidas producidas por el fanatismo y su brutal represión.

Los predicadores de verdades superiores al entendimiento o a la razón humana aprovechan el espacio que les ofrecen la desprotección política y legal del Estado y el prejuicio enraizado en la población reduciendo a espectro la presencia del otro, para inocular el racismo, la homofobia y el repudio hacia las minorías, entre otros odios. En el filme de Faucon observamos la radiografía de una sociedad como la francesa en la que sus cualidades democráticas mostradas a lo largo del tiempo por las conquistas alcanzadas en la soberanía del individuo y por la defensa de sus derechos no son suficientes para exponerse ante el mundo como un país integrado, con una noción de ciudadanía expandida en todos sus estratos sociales y con una mirada atenta a la inserción pública de las minorías.

Las imágenes cotidianas de La Désintégration muestran las penurias por las que un joven árabe-musulmán debe padecer para incorporarse a la vida laboral del país que lo acoge y que a pesar de sus esfuerzos (como el hablar su idioma, el francés) se siente ajeno a él; estas imágenes reflejan el desasosiego de millones de personas desplazadas por la guerra en sus regiones o empujadas a buscar mejores alternativas de progreso en otras tierras, y que ante la mirada hostil de sus nuevos vecinos, van acumulando resentimientos y desconfianza. Precisamente este arrinconamiento social al que es sometido un importante porcentaje de musulmanes en Francia es el centro de lo que se cuenta en el filme, cuando en pantalla observamos los distintos dramas que resisten, sin éxito, tres jóvenes que, reunidos bajo la desdicha de la marginación, coinciden en la búsqueda de algún placebo que los redima de sus infortunios. Ante situaciones desesperadas, las medidas se tornan desesperadas también, y en cada uno de ellos el convencimiento de que no hay nada más que hacer frente al agravio constante de los demás y a la incomprensión occidental de sus raíces, se refuerza la necesidad de destruir al que ofende con su cultura y su displicencia.

Aquí es donde cobra un papel relevante el predicador, aquel que con su palabra iluminada y su impoluta superioridad revela a las víctimas de la segregación la tarea para la que están destinados: el sacrificio, la inmolación para alcanzar el reino de la justicia negado aquí en la tierra. Por eso, es inminente el castigo que la humanidad pagana, esa que se dice aliada del progreso y la modernidad, deberá soportar bajo la espada de los que sí conocen e interiorizan la voluntad divina, de los que interpretan el Islam como puntal de supremacía religiosa, en franca disputa con los principios de cualquier democracia. Estos jóvenes, sin oportunidades de integrarse a la sociedad, encuentran en el carisma de otro, experimentado en el oficio de la manipulación, el camino para encauzar su rabia y frustración. Y como toda concepción totalitaria, nutrida de un cariz religioso, la única forma que encuentra para crear un nuevo orden social es a través del adoctrinamiento bajo el credo de la sumisión, oportunidad idónea para colonizar las mentes de quienes se sienten desplazados por la incontenible secularización de las sociedades, su galopante espíritu consumista, y las desabridas huellas que deja ese demonio llamado mercado. La Désintégration nos muestra, con acertados “argumentos” por parte del predicador, ese proceso de intimidación que atraviesan los potenciales terroristas suicidas, por el que se imponen los fundamentalismos y se elimina de la conciencia del ser todo rastro de cuestionamiento, anulando la capacidad para el diálogo y dejando el terreno fértil para el servilismo.

Philippe Faucon ha comentado que el filme ha pretendido exponer esa identidad quebrada en el individuo “diferente” que traza esa fractura mayor, la social, dificultando todo intento de integración: lo francés contra lo musulmán, lo occidental contra el islam, lo secular contra la religiosidad. Mientras acompañamos a uno de estos jóvenes, cansado de buscarse un mejor destino laboral y cuya seña árabe, en medio de un país de valores distintos a los suyos, lo mantiene alejado de tal objetivo, no podemos desentendernos del recorrido personal que éste sigue desde el desánimo hacia la irreflexión, hasta llegar al fanatismo. No hay forma de no comprender, gracias a este filme, las consecuencias de la discriminación racial o de fe.

La integración resulta de una confluencia de aportaciones culturales y no de la amputación de elementos que conforman el carácter definitorio de la identidad fundamental de un país como Francia, ha escrito el periodista francés Rene Naba. Y es cierto; no solamente se enriquece una sociedad con su gama de visiones frente al debate permanente de lo que significa el desarrollo, sino que se permite tender puentes de diálogo intercultural y ejercer influencia en la percepción de la comunidad internacional sobre los retos y beneficios de la convivencia pluralista pero acelerando procesos de movilización social.

Los diálogos del filme no ostentan excesivo misticismo. Los propósitos de la yihad se exponen con claridad dentro de una irracionalidad que niega compasión por los demás. La duda, rodeada de tanta certeza monstruosa, aparece también, porque ni el más fiero corazón puede sucumbir al destello omnipresente del temor cuando acecha la muerte. Por eso, la pureza celestial de la que se recubre la misión que deben cumplir estos muchachos no tiene el mismo efecto en cada uno de ellos. Como así, igualmente, el grado de asimilación de estos jóvenes en una sociedad propia y ajena a la vez, depende del temple para resistir el obstáculo o de la turbación para rendirse ante la indolencia. Este es el drama de muchas familias desplazadas, intentando integrarse a una nueva sociedad, pero manteniendo los rasgos esenciales de su origen.

La descripción que hace Portocarrero de la psicología de Abimael Guzmán, un engatusador sangriento, desde su postura de adalid intocable de un pensamiento totalitario es la misma que descubrimos en la figura del hombre que explota la ira de los jóvenes en La Désintégration. La vida que se pone en juego es la de los enrolados, nunca la del reclutador. Su lugar en la misión está por encima de su consecución, permanece en un lugar ulterior a la tarea, sin él, sin su existencia prolongada el futuro de la lucha, de la guerra santa, corre grave riesgo de perderse. Ese título de guía o maestro que se confiere el predicador le otorga ciertas prerrogativas sobre la vida de los demás. Él determina los blancos, señala el día del atentado y designa a los “mártires” de la causa.

Sin embargo, como bien sugiere el sociólogo al referirse a la naturaleza ambigua del líder senderista, quizá sea más apropiado, igual en el caso del filme, hablar de extrema falta de coherencia que de fanatismo, un defecto poco divino, porque lo que el líder sectario, elegido por voz celestial para cumplir con sus “acciones de martirio”, exige de sus seguidores no lo cumple consigo mismo; esa entrega total está reservada sólo para los que tienen el privilegio de ser llamados por el movimiento purificador de aquellas almas que se encuentran en flagrante ofensa al islamismo. El que predica, cómodo desde su cobijo, no está dispuesto a manchar su investidura ni denigrar con la sangre de sus víctimas su aura de redentor.

Escalofriante arrogancia exhibida en cualquier parte del mundo en donde la realidad constreñida a la utopía convierte en carne de cañón al más vulnerable y, por cierto, temerario de los seres: el ser discriminado.