La ficción de la tarifa razonable

Disparos al aire

ALF

“¿Has visto que sale un Alf en un programa a la diez de la noche?”
(Mi madre refiriéndose a Línea de Guerra, programa televisivo local)

 Dejó de hojear libros hace muchos años (para ser más precisos, en la secundaria),  luego de reconocerse, con una mueca de pavor, en un cuento de Ribeyro titulado Alienación: «pasu, macho, me parezco mucho al zambo López, cualquiera diría que este flaco se ha inspirado en mí», concluyó antes de tirar aquella colección de cuentos a la basura: «esto no sirve porque, aparte de recordarme cosas feas, me hace perder el tiempo, ¡no volveré a leer estas vainas!».

Como su decisión fue terminante, precisaba entonces de un oficio en el que la lectura resultara una excentricidad o un quehacer decorativo, un pasatiempo anacrónico: «periodista, ¡carajo!, y de los mejores que ha visto este país».

Mientras contemplaba al Coropuna saboreaba una de sus debilidades: el pan con mermelada.

Así era Freddy Rosán Huaynachoque: fiero enemigo del color cobrizo de su piel, tan intelectualmente lerdo que solía provocar la lástima de sus más cándidos colegas de profesión y —esto en verdad lo enorgullecía— turbio hasta la náusea.

Cuando alguien le preguntó a su colega Fico Rosales qué opinaba de este sujeto, éste confesó, contrariado: «debo considerarme autor mediato de lo que pasa con Freddy Rosán, pues yo lo llevé a la radio, la historia es larga y me avergüenza, por eso evito referirme a esa persona».

Rosán sentía que el apellido materno lo delataba y, antes que arrodillarse ante los poderosos (las convenciones mineras eran un festín literalmente orgásmico para él) y así lamer migajas y olfatear eructos aristocráticos, deseaba dejar de ser serrano urgentemente.

«Dicen que quien mucho abarca poco aprieta», pensaba mientras conducía un destartalado automóvil Lada que no le hacía justicia a sus ambiciones: «pero yo quiero abarcarlo todo». De esa reflexión primaria sacó el apellido que utilizaría como coraza contra su incómodo pasado: Abarca.

—Perdóname, viejita, pero no quiero ser un cholo más del montón —se excusó ante la tumba materna, en el cementerio de Pampacolca, y echó un lagrimón antes de rezar su propia versión del Credo (revisada por un alto funcionario de Cerro Verdolaga).

Rosán hizo sus pininos en una modesta radio provinciana puneña (paraba la olla administrando un furtivo negocio familiar: una clínica clandestina de abortos).

Uno de sus colegas —conmovido quizá por sus penosas monsergas cotidianas que siempre llegaban a la misma conclusión: «sin inversión privada no somos nada»— decidió hacerle un buen regalo el día de su cumpleaños.

Se trataba de un libro.

La metamorfosis —silabeó apenas rompió el papel regalo el inefable Rosán y sintiéndose descubierto: «¿acaso este perro sarnoso ya sabe lo de mi apellido cambiado?». Fue ese morbo descomunal o el miedo cerval a que todos supieran que era pampacolquino lo que lo llevó a leer, de un tirón y después de muchos años, un libro hasta el final.

Ignoraba las pesadillas que le provocaría la prosa de Kafka. Los daños colaterales aún son cuantiosos. No obstante, siempre hay un PERUMÍN acorde a sus apetitos crematísticos que le cura las heridas.

Cuando Rosán se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Se miró en el espejo y descubrió a un escarabajo. Tal vez Fredy Rosán siempre fue una hedionda alimaña (o ni siquiera eso, quizá sólo un vil estropajo de Natura).

Él que se creía el depositario de las buenas maneras, de la ponderación, del profundo y casi fanático respeto al neocapitalismo asesino y destructor del ecosistema del planeta. Rosán había hecho carrera negando sus raíces, declarándose «blanco» sin serlo. O blanqueándose en los cócteles o comilonas con sus jefazos.

Cuando la radio le resultó insuficiente, entonces acudió a la televisión. Empezó a aparecer por las noches,  todo circunspecto y con tono ceremonioso, en un canal local: la impostura hecha persona, la engañifa con derecho de ciudad, el autómata que predica sobre el único Dios capaz de sacarnos de la pobreza y la ignorancia: Roque Benavides. El paladín de las convenciones mineras:

—Es cierto que se bloquean muchas calles, en algunas partes no hay libre tránsito, y los restoranes o centros comerciales prácticamente cierran las puertas a la gente para atender a nuestros brillantes invitados de honor —reflexionaba él—. Pero estamos en los ojos del mundo, ¿se imaginan cuánta plata deja la Convención Minera en la ciudad? Abramos los ojos: los que defienden el agro y rechazan la minería son unos pobres diablos. ¡Hasta las anfitrionas salen forradas, dense una vuelta para darle de comer al ojo!

Rosán tenía un único fin: vender sebo de culebra, agacharse frente al poder cual mastín docilizado que a aplaude de pie todas las logias sobre actividades extractivas y que confunde realidad con ficción, como ejercicio para mostrar sus propias taras y deficiencias intelectuales, convirtiendo a Radio Libre —más conocida como Radio Minería— en un urinario público para delicia de apristas vergonzantes como Beto Olaechea, de quien se decía, no sin sorna, que cargaba un arma, porque temía ser sodomizado por algún búfalo del partido del pueblo, pues ellos solían llamarlo «traidor».

Rosán repartía a municipios y demás instituciones privadas y estatales misivas en donde ofrecía un contundente paquete de servicios de «asesoría» y de esta manera prostituía el periodismo. Se trataba, pues, de la polilla oficial que retozaba durante las convenciones mineras, pues, el más vil de los oficios, le había enseñado que «el dinero es un macho viajero que sólo se queda donde las putas son dóciles y las tarifas razonables».

Ahora se pavonea piloteando una camioneta canjeada a punta de servilismo y recurrentes favores. Pontifica, obnubilado por los maletines con cheques verdes, sobre los inestimables beneficios del libre mercado.

Portentosa alimaña.

Atrasador nato.

—Tome —le dije luego de esperarlo por más de cuarenta minutos en la puerta de la última convención minera—. Espero que lo lea.

Y le entregué una edición popular del cuento Alienación de Ribeyro.

Revisó el libro deprisa (quizá pensando que había un sobre adentro) y, al no encontrar nada, lo tiró al suelo mirándome con desprecio.

Mi tarifa, por supuesto, no fue razonable.