Municipios, Fiestas y Semáforos

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La fiebre se ha desatado por todos lados, como si un misterioso y muy elegante vendedor hubiera visitado escritorios ediles ofreciendo las mágicas y fantásticas bondades del producto, maravillando a concejales y dejando a más de uno atónito y con la boca abierta ante lo estupendo que resultaría sembrar esos aparatos por toda la ciudad. Y ante la imposibilidad de dejar pasar semejante oportunidad para embarcar a la ciudad en ese tren de la modernidad que parece haber embelesado a pocos y embobado a muchos, una semafórica idea parece haber encendido sus luces, sin ser aun Navidad.

Así pues, y cual si fuesen afloramientos de primavera, los semáforos han empezado a germinar en la escena viaria local como resultado de un súbito interés que, más allá de buscar soluciones a un problema colectivo, lo único que parecen haber logrado, y con mucho éxito, son soluciones a un problema de dos; entre uno de vendedor y otro de comprador. Otra cosa no se explica ante la presencia de esta lluvia (o huayco) de semáforos que, muy evidentemente, no están ayudando a resolver el problema del tráfico en las principales intersecciones de la ciudad, debido a la estólida creencia que los semáforos, por sí solos, resolverán todos los problemas de tránsito. Es más, muchos de los semáforos instalados en la ciudad han resultado contraproducentes, habiéndose optado por mantenerlos fuera de servicio; lo que pone en tela de juicio la muy escasa capacidad técnica de los responsables de su planeamiento, incluyendo a quienes, desde arriba, avalan políticamente semejantes y tremebundas decisiones que apuntan a contracorriente.

Qué lejos estamos de aquellas ciudades que han decidido enfrentar el problema retirando semáforos de sus calles; dejando que los conductores y los peatones tomen sano y eficiente control de las negociaciones en cada intersección. Suena utópico pero, claro está, solo ha sido posible en calles de ciudades civilizadas, con absoluta mayoría de conductores y peatones igualmente civilizados; una marcada diferencia con nuestras solariegas calles sembradas de muy poco civilizados peatones y bastante jurásicos conductores de transporte público para quienes las luces de un semáforo u otras señales de tráfico son asuntos de muy relativa interpretación. Esto me lleva a pensar que la excesiva presencia de señalizaciones y semaforizaciones no serían otra cosa que una soberbia cachetada a nuestra condición de incivilizados usuarios del espacio público vial. La semaforización como símbolo de involución social, tal cual indique para el caso de los enrejados del espacio público recreativo de la ciudad.

Coincidía con un amigo quien, muy atinadamente, comentaba sobre lo diferente y seguro que sería transitar por calles, avenidas y carreteras, si cada quien hiciera lo que tiene que hacer y dejara de hacer lo que no debería hacer. Si todos, peatones y conductores, practicáramos un uso correcto del espacio público vial, entonces no deberíamos de llegar a la odiosa necesidad de llenar el paisaje citadino con señales y semáforos. Si todos hiciéramos lo correcto, los peruanos no deberíamos encontrar los 30,000 cadáveres que, cada década y muy religiosamente, recogemos sin mayor asco de nuestras apacibles calles, avenidas y carreteras; más de los que un sanguinario Sendero nos dejó en sus 10 años de terrorismo.

En teoría, si cada quien pusiera todo el empeño de conducirse y conducir pensando en la seguridad personal y la seguridad de los demás, la historia sería diferente…muy diferente. Y esa historia, que parecía utópica, se hizo realidad en las manos de un atrevido y visionario ingeniero de tránsito holandés, quien un buen día decidió desconectar todos los semáforos de la ciudad de Drachten como parte de un experimento tecno-social que él mismo denominó “Espacio Público Compartido”. Los resultados obtenidos fueron increíblemente espectaculares. La tasa de accidentes se redujo a cero; la fluidez se ha incrementado en un 30%, tanto para peatones como para vehículos; el paisaje de la ciudad ha mejorado; el gasto municipal en operación y mantenimiento de semáforos se ha reducido a cero y el grado de interacción social entre peatones y conductores se ha duplicado. Hoy, son varias las ciudades de todo el mundo que han visto en la política de “shared public space” una opción diferente, inteligente y posible.

Mientras tanto, en nuestra bastante palpada ciudad, funcionarios ediles no piensan igual; mucho menos las cabezas mayores, quienes sigue viendo con buenos ojos la presencia de semáforos por doquier, inclusive en lugares diseñados para funcionar sin semáforos, tales como intercambios a desnivel y óvalos, haciendo de Arequipa una ciudad tonta y grotesca; una ciudad hazmerreír en materia de tránsito, gracias a trasnochadas medidas de gestión de tráfico que nos regalan inefables burócratas municipales que parecieran haber decidido, bien al unísono, organizar una fiesta de semáforos para la ciudad, ubicándolos sin ton ni son, en ausencia flagrante del más mínimo criterio lógico y racional; como si la lógica y la pertinencia no estuvieran escritas en ninguna pared de sus oficinas ediles, ni mucho menos en el entrecejo de sus ocupantes. Es entonces resultado de esas sórdidas actuaciones que tenemos lo que tenemos; una fiesta semafórica que no sirve para los fines más altos; pero si muy bien para los fines (e instintos) más bajos, tal cual ocurre en toda fiesta semáforo.