El mundo después de Gabo

Resacas

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Al coronel Aureliano Buendía

Siempre que estaba por acabárseme el café en la lata me acordaba del coronel raspando, con un cuchillo, esas últimas sobras de café mezcladas con óxido de lata. Ahora que compro el café en sobrecitos, poco a poco he ido olvidándome del coronel. Los hongos y los lirios venenosos que solían crecerme en la tripa cuando tenía hambre, se han convertido en un dolor de lo más ordinario y en ansias de cigarrillo, el primero del día. Cada vez que me mudaba de casa, una mariposa amarilla venía a posarse sobre alguno de los muebles a los que me agarraba para no perder el equilibrio, en el bamboleante camión de mudanza. Nabokov y García Márquez disputaban en mi cabeza la potestad del regocijo. Si la mariposa era, efectivamente, amarilla, ganaba García Márquez; pero si era de cualquier otro color, era Nabokov quien ganaba; empate si la mariposa, a pesar de ser amarilla, terminaba posándose sobre el espejo del ropero, casi en la punta de mi nariz. Hace tiempo que ya no me mudo, hace tiempo que no veo una mariposa amarilla, blanca, anaranjada.

He temido que tú, mientras sacudías las sábanas en el techo de la casa (nuestra breve casa), antes de tenderlas en el hilo de plata trazado entre un madero y otro, te fueras volando impulsada por el deslumbrante revolotear, en cuerpo y alma ascendieras al cielo suplente dejándome solo y consternado. Hubiese preferido que algo así pasara. Simplemente se cansó de mí, o de la vida que teníamos juntos, y aceptó una oferta de trabajo lejos. Sin drama de por medio. Por esas fechas se me dio por tomar un día sí, el otro también. Fui una mala junta para mucha gente. Es un poco penoso contarlo —tampoco es que haya matado a nadie— pero solía, cuando la necesidad apremiaba y no había cerca un lugar donde pudiera, decentemente, cumplir con la condición inversa a la sed (ni Jane Austen le daría tantas vueltas al asunto si, por supuesto, sus personajes, de vez en cuando, sufrieran este tipo de apremios), esconderme a la vuelta de la esquina y liberar otro más de los infinitos afluentes del universal río Orinoco, en mi borrachera imaginaba que el hilo dorado, si no se detenía a las puertas de la licorería más cercana, llegaría hasta donde tú estuvieras, no importaba si había que remontar kilómetros y kilómetros de carretera, llegaría hasta donde tú estabas haciendo un charquito a tus pies, estropeándote los zapatos, una vez más, pese a la hazaña, echándolo todo a perder. No sé, una mezcla bastante bizarra (desagradable, acepto) entre García Márquez y Los Toreros Muertos.

Cuando pienso en todos los libros de García Márquez que he leído, me da mucha pena. Es que en mi lista imaginaria de “libros a los que no has de volver”, los primeros cinco lugares los ocupa el Gabo (por supuesto, en esa lista no está Cien años de soledad y, aunque me contradiga con lo que escriba luego, está claro que es una indiscutible genialidad). Antes que García Márquez muriera este jueves santo, como la mismísima Úrsula Iguarán que también murió en jueves santo, ese lector que vivía en mí, más bueno y menos escéptico, antes que conociera a Beckett, sí, echémosle culpa a Beckett, hacía tiempo que había cerrado los ojos para todo lo real maravilloso o realismo mágico. Esperando a Godot y El coronel no tiene quien le escriba (novela que quisiera releer) se parecen tanto. Vladimir y Estragón esperan a Godot que nunca llega, el coronel la pensión que nunca llega; mientras tanto, los primeros se distraen mirando un árbol sin hojas, acariciando la idea de colgarse de una de sus ramas, buscando con la mirada la más resistente; y el coronel, teniéndoselas que ver con la pobreza, con la mujer y el fantasma de su hijo, se niega a vender su gallo, a riesgo de morir de hambre, a riesgo de tener que alimentarse explícitamente de, como le responde a su mujer en la última línea, “Mierda”. La situación es más o menos la misma, pero las actitudes de Vladimir y Estragón (entre la desesperación cartesiana y una resignación sostenida en el sinsentido), difieren radicalmente de la actitud digna, heroica, del coronel.

Leer por primera vez a García Márquez figura entre los máximos placeres del mundo (qué triste haberse hecho viejo, haberlo ya leído). La infinita tristeza del coronel Aureliano Buendía, en eso sí no he dejado de pensar.