Arequipa y Vargas Llosa: el infierno tan temido

Disparos al aire

 

«Y el escritor, ya lo saben ustedes, es el eterno aguafiestas.»
MVLl

 

I. UNA AREQUIPA ONETTIANA: EL INFIERNO TAN TEMIDO

 

Mario Vargas Llosa (MVLl) ha contado que el primer año de su vida, el único que ha pasado en Arequipa y del que nada recuerda, «fue infernal» tanto para su madre como para sus abuelos y el resto de su tribu familiar, pues todos ellos compartían la vergüenza de Dorita, la hija abandonada y madre de un hijo sin padre: «para la sociedad de Arequipa, prejuiciosa y pacata, el misterio de lo ocurrido con Dorita excitaba las habladurías». En sus memorias, «El pez en el agua» (1993), MVLl narra que su madre no ponía los pies en la calle, salvo para ir a la iglesia y, por lo tanto, se dedicó en cuerpo y alma a cuidar al recién nacido: Jorge Mario Pedro, quien se volvería la persona más mimada de la casa.

¿Esa Arequipa, prejuiciosa y pacata, de hace casi un siglo atrás, ha cambiado en algo? No. Llamadas telefónicas, quejas de alumnos universitarios, contrariedad de padres de familia que dicen que creían que la universidad en la que habían matriculado a sus hijos era católica: ¡lecturas pornográficas! ¡Un escritor corrompe a la juventud y hay que ponerlo en vereda! ¿Cuál fue el delito? Proponer como lecturas «La tía julia y el escribidor» de Vargas Llosa y «Memoria de mis putas tristes» de García Márquez. Me he convertido en un pornógrafo (quizá siempre lo fui y recién caigo en la cuenta). Entonces me invitan a la cordura: utilizar lecturas menos sombrías, incestuosas, pedófilas y hacer que los cachimbos (jóvenes ya mayores de edad o que frisan los 18 años) elijan sus lecturas: Carlos Cuauhtémoc Sánchez, Paulo Coelho, Deepak Chopra  son autores que les deben calzar como guante. ¡Vamos!, lecturas «positivas»  y listo.

Arequipa, la conservadora e hipócrita, tan provinciana como pudibunda, hizo que el clan Llosa prácticamente huyera de aquí para afincarse en Cochabamba y darle más sosiego a la madre de Marito: fue en Bolivia donde, en efecto, se plantó la «semilla de los sueños» (lúcida y sentimental lectura de Mario Vargas Llosa al recibir el doctorado Honoris Causa en la Universidad de San Agustín el año 1997): el vívido recuerdo de su casa en la calle Ladislao Cabrera, el primigenio teatro de los ensueños. Una conjetura arriesgadísima, de saque: si la bíblica familia Llosa no se hubiera mudado a Cochabamba, entonces al pie del Misti se hubiera gestado una venganza casi apocalíptica contra esa sociedad, ese infierno tan temido, que hizo (digo mejor, que intentó hacer) tan infeliz a la madre y a la familia del escritor. No ocurrió así, Arequipa, para bien o para mal, no constituye un demonio para MVLl: esos fantasmas que te visitan, se ponen a tu servicio y te ayudan a volcar en tus ficciones todo tu resentimiento (Lima, en muchos casos, o, para ser más exactos, el colegio militar Leoncio Prado), tu nostalgia (Piura, recurrente), tu crítica (el Perú y la sociedad de su tiempo, en general).

El gesto de entregar (regalar) a la ciudad de Arequipa esos invalorables libros: miles de semillas que espolearon su imaginación y lo invitaron a entregarse de lleno a la creación de ficciones lo engrandece aún más, pues es una ciudad que sólo tiene importancia para él por los afectos, sus abuelos, su madre y sus tíos, ellos, sí, arequipeñísimos, que le hicieron creer que esta ciudad  era algo así como el paraíso terrenal o algo que se le asemeje. En suma, una ficción: pues nuestra tierra en realidad es, en muchos sentidos, anacrónica y trasnochada, llena de anteojeras que ojalá no impidan apreciar la dimensión de semejante obsequio.

Por otra parte, muchos enemigos del Nobel han dicho que él es peruano por un error geográfico y el propio Vargas Llosa —quien desde muy joven ha explicado que la nacionalidad es una casualidad sin importancia en la vida— ha contado también que su madre sufrió mucho durante el parto, pues, durante horas y con un emperramiento tenaz, él se resistía a salir del vientre materno: el pez, en este caso, fuera del agua, respirando realidad, que ya intuía que su destino trashumante lo llevaría por otros lares, siempre muy lejos de la Ciudad Blanca. Quizá Carlos Meneses, director del diario «El Pueblo», no se hizo tantos líos para abandonar el útero de su progenitora y esto tenga que ver, se me antoja, con que él nunca se haya movido de Arequipa: que es prácticamente su «novia adorada», como diría Mario Cavagnaro.

 

II. NOTICIA DE UN DEICIDIO

Desde un comienzo, la relación que MVLl tuvo con la vida fue viciada, por lo tanto, empezó a provocar esa escisión, el tomar distancia de la realidad real para crear una realidad ficticia: que negara y a su vez afirmara su experiencia vital: «las novelas son la autobiografía más auténtica de un novelista, creo que uno transpone su experiencia vital no sólo en lo anecdótico, sino también toda su personalidad secreta, lo que fueron sus reacciones profundas frente a esas experiencias, en esas fantasías que son sus novelas».

¿Por qué uno se rebela contra la realidad y decide matar a Dios? Octavio Paz, premio Nobel mexicano que fuera gran amigo del novelista arequipeño se preguntó: ¿Cuándo se rompió el encanto? «No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama «caer en la cuenta» es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y engaños». Hay muchas razones para que se rompa ese «encanto», esa pronta expulsión del paraíso de la infancia. Acá sólo alcanzamos algunas (sacadas de «García Márquez: Historia de un deicidio», 1971): porque sus padres fueron demasiado complacientes (Dorita Llosa) o atrozmente severos con él (Ernesto Vargas). Madre y padre: cara y contratara de los afectos del escritor. Porque uno descubrió el sexo muy temprano (en el río Piura cuando su amigo Jorge Salmón le reveló que los bebés no eran traídos desde París por una cigüeña, sino que eran el resultado de poner en práctica un verbo que le generó muchos traumas: cachar). Un escritor de ficciones es un traumado, una suma de impresiones negativas y escabrosas que asedian, alguien golpeado por la realidad, castigado por los imprevistos o las mentiras folletinescas, que en un momento dado se transforma en un disidente, es decir, en un ser incapaz de entender o aceptar la realidad como es. Así nace Zavalita, una formidable proyección vital de Vargas Llosa (que se prolonga en su obra teatral «Kathie y el hipopótamo» donde Vargas Llosa, confiesa en el prólogo, que la escritura de esa ficción lo había dejado con la boca abierta, pues revelaba la arcilla con la que están diseñadas sus obras literarias: en París, él ofició de «negro literario», un cachuelo, escribiendo las memorias de la señora Cata). ¿Qué hubiera sido de mí si me quedaba en el Perú?, es una pregunta recurrente que se responde en su obra. Vivir otras vidas, otras tentativas: alguien aplastado por esa trituradora de carne llamada Perú. Basta leer  «Conversación en La Catedral», esa novela monumental que habla de todos los peruanos, testimonio fiel y crudo de todos nuestros dramas nacionales; y, atreverse a comparar esa obra con sus esforzados relatos de «Los Jefes» para sentir lo mismo que Vargas Llosa sintió en 1980 luego de leer «Mosquitos» de William Faulkner que, según el novelista arequipeño, es un «libro esclarecedor en otro sentido, gracias a sus deficiencias. Resulta apenas creíble que el autor de este trabajo mamarracho y el que inventó la saga de los Compson y de los Snops, a la tragedia de Joe Christmas, sean la misma persona. Que lo sean es aleccionador sobre la forja del genio, esa facultad de crear una obra imperecedera en la que reconocemos algo que simultáneamente nos expresa en nuestra verdad más secreta y nos trasciende, tendiendo un vínculo misterioso e irrompible, con los hombre del pasado y venideros. Hay algo turbador, desconcertante y hasta temible en quienes son capaces de producir aquello que, según Cyril Connolly, debía ser la obsesión del artista: la obra maestra. Cuando uno lee “La guerra y la paz”, “Moby Dick”, “El Quijote” o “Hamlet” tiene, junto con el deslumbramiento, la deprimente sensación del accidente o el milagro, es decir, de algo inhumano».

A Vargas Llosa le ha costado mucho ser escritor. Según César Hildebrandt, si uno compara «Los Jefes» con «La ciudad y los perros» puede notar que el autor de ambos libros es un obrero que, a punta de obstinación e ira creativa, se transformó en el arquitecto de Brasilia.

 

III. EL PORNÓGRAFO EN CAMPAÑA

Salgo de la universidad, algo turbado y, como Santiago Zavala, miro la avenida Alfonso Ugarte, sin amor: combis a toda velocidad, taxis que te tocan siempre la bocina para saber si estás interesado en subir a uno de ellos, jóvenes bostezando en el paradero, el anodino mediodía arequipeño que castiga con un sol nocivo y agobiante. «Arequipa jodida», pienso, «¿hasta cuándo?». Luego recuerdo que, a los pocos días de perder las elecciones presidenciales, MVLl se presentó en un programa televisivo cultural parisino y habló de la funesta campaña electoral peruana, contó cómo Fujimori había utilizado fragmentos de sus ficciones para acusarlo de enfermo, adicto y otras cosas peores. No olvidemos que en 1998, apareció la precuela erótica de «Los cuadernos de don Rigoberto». Esto cuenta Mario Vargas Llosa: «“Elogio de la madrastra” es un libro que ha participado en la campaña electoral, porque mi adversario [Alberto Fujimori] ha leído extractos en la televisión para mostrar que yo era un pornógrafo y un pervertido. Pero ahora yo digo que hay un 40% de electores peruanos que han votado por la pornografía y por la perversión».

No todo está perdido: la literatura sigue creando reacciones desafortunadas, incita la aparición de los censores: «la literatura puede morir pero no será nunca conformista» (1967).

 

IV. INDISCRECIONES DE UN CATOBLEPAS

En su última entrega, «El héroe discreto», Vargas Llosa se sirve de uno de sus álter egos más sólidos para mostrar esta etapa de su vida: la vejez de un ser sensible que crea refugios para sentirse protegido de la barbarie. Quienes tuvimos la fortuna de conocer su biblioteca de Barranco (Lima), somos conscientes de que ese departamento del sexto piso es un pararrayos perfecto contra el caos que sigue siendo el Perú, su búnker para poder escribir (y ojalá morir escribiendo, como es su deseo). Su vivienda aparece y desaparece en muchas páginas de su última obra.

El padre de Felícito Yanaqué, antes de morir, le dice a su vástago: «Nunca te dejes pisotear por nadie, hijo. Este consejo es la única herencia que vas a tener». Un padre que le pide a su hijo que no se deje maltratar por nadie (ser libre, subrepticiamente late la ciega vocación por el desacato, lo que uno como lector de MVLl aprende: a no aceptar los agravios de nadie) y que no le deja ninguna herencia material. Vargas Llosa en una larga entrevista que hace algunas décadas le concedió al periodista brasileño Ricardo A. Setti, le confiesa: «estoy en contra de la herencia, tengo una especie de prejuicio invencible. Creo que es una gran cosa poder dar una educación magnífica, la mejor posible, a los hijos. Estoy dispuesto a hacer todos los sacrificios posibles para eso. Pero la idea del joven ante la herencia me horripila».

Émulo de Flaubert: todo lo desagradable o repelente le es muy estimulante para la creación: en uno de los hijos de Yanaqué se forja esa mentalidad parásita que tanto le incomoda a MVLl, por eso le aclara al periodista brasileño: «mis hijos, en ese sentido, afortunadamente, lo saben [que Vargas Llosa detesta las herencias] y están organizando sus vidas de esa manera. Y además tampoco la plata —aunque yo vivo bien, y gozo bien— es algo que a mí me esclavice, en absoluto. Yo puedo pasar perfectamente el día de mañana a vivir con la austeridad, la modestia con la que he vivido de joven», culmina.

Es cierto, el autor de «La tía Julia y el escribidor» conoce muy bien la austeridad y modestia y lo estimulantes que pueden ser para el creador, como ocurría con Pedro Camacho [personaje inspirado en Raúl Salmón,  exalcalde de La Paz, dueño de una radio y de una prolífica obra, quien, además, siempre negó ser el personaje de la novela], que escribía los radioteatros prácticamente en la calle, «como si trabajara en la vereda». Le preguntaban al escriba boliviano si no le distraían la gente y los autos y éste respondía algo que bien podría salir (y ha salido de la boca de MVLl, por eso el periodismo es un componente fundamental en su vida, un ancla que no lo desconecta de la realidad): «Al contrario, yo escribo sobre la vida y mis obras exigen el impacto de la realidad». También lo ha dicho de otra forma en quizá su novela más literaria (otro insoslayable manual para escritores realistas): «Historia de Mayta». Documentarse para mentir —persuadir— con conocimiento de causa.

¿A qué hora escribe Vargas Llosa? También Camacho nos da algunas luces: «Comienzo a escribir con la primera luz. Al mediodía mi cerebro es una antorcha. Luego va perdiendo fuego y a eso de la tardecita paro porque sólo quedan brasas». Si cotejamos esta frase de un personaje excéntrico con lo que le dice el propio Vargas Llosa al periodista Setti veremos cómo las ficciones son mentiras que encubren una profunda verdad: «Trabajo siempre por las mañanas, y en las primeras horas del día (…) las horas más creativas son esas. Lo que hago inmediatamente después es: empiezo a pasar a máquina lo que he escrito, ya transformando el texto un poco; es una primera corrección, digamos».

 

V. LA GRINGA Y EL NIÑO QUE ODIA A SU PADRE

Carlos Granés, escritor y ensayista colombiano que conoce a profundidad la obra del Nobel, ha dicho que la última novela de MVLl es sobre la paternidad. Quiero hacer especial hincapié en la aparición de un hijo (el dibujante de las «arañitas») que no se siente hijo de su padre (Felícito Yanaqué). Algo que sin duda le ocurrió a Vargas Llosa, más aún cuando conoció a la «gringa», así le llamaban Marito y su madre Dora a la segunda esposa de Ernesto Vargas Maldonado, una señora alemana que le aguantó muy poco el mal genio al padre del novelista, pues ella también tenía su carácter.

Durante una entrevista, la escritora argentina Leila Guerriero le recuerda a MVLl algunos pasajes de «El pez en el agua», él confiesa no recordarlos. Cuando crea, inconscientemente sí lo hace, pues uno de los hijos de Felícito es una proyección maquillada de MVLl y de la relación con su padre: «Pero yo, hijo suyo al fin y al cabo, nunca supe corresponderle y, aunque procuré siempre mostrarme educado con él, jamás le demostré más cariño del que le tenía [es decir, ninguno]».

Cuando el padre de Vargas Llosa lo mantuvo secuestrado en casa de la «gringa», convivió fugazmente, durante un par de días, con sus dos medios hermanos, «convencido de que nunca más vería a mi mamá. Él me había raptado y ésta sería mi casa para siempre. Me habían dado una de las camas de mis hermanos y ellos compartían la otra. En la noche me sintieron llorar y se levantaron, prendieron la luz e intentaron consolarme. Pero yo seguía llorando, hasta que la señora de la casa se apareció también, y trató de calmarme».

Otra conjetura riesgosa, no hay escapatoria, pues somos peruanos: Vargas Llosa (su biógrafo J. J. Armas Marcelo cuenta que le dicen «el indio»)  ha dicho que en el Perú todos hemos choleado y también somos los cholos de otros. Al conocer a la «gringa» (este apodo muestra un síntoma inequívoco de sentirse menos blanco o inferior), MVLl sintió que no era un hijo cabal o, si se me permite, auténtico: él era un extraño entre aquellos «gringos». Sobre esto sólo nos podría dar algunas luces el autor, quien es el único que sabe cuánto hay de cierto y cuánto de exageración en sus ficciones.

 

Cuando don Rigoberto, maldiciendo, se convence de que, tras el escándalo en el que se ve envuelto, toda la jauría periodística querrá entrevistarlo y decide ducharse uno recuerda claramente que en ese pasaje de la novela, MVLl está evocando un momento cráter en su existencia, el día que le anunciaron que había ganado el premio Nobel de Literatura (o, cabría decir,  esos catorce minutos de reflexión en donde la ficción y la realidad se confundían en su departamento de Nueva York): ¿era verdad o se trataría de una pasada como en el caso de Alberto Moravia? «Si es cierto, esta casa se va a volver un loquerío», le dijo Patricia, su mujer: «Mejor dúchate de una vez». Así nacen las ficciones del novelista arequipeño. «Pero, ¿qué busca con estos cuentos? Esas cosas no son gratuitas, tienen fondo, unas raíces en el inconsciente» (p. 109 de «El héroe discreto»).

Su última novela también es un buen pretexto para recordar su infancia cochabambina, oculta tras la extraña conducta de Fonchito, el muchacho que se deja llevar por las «fantasías a las que son propensos los chiquillos inteligentes y sensibles». ¿La ficción es inocua? ¿Disfrazar la realidad real con una alterna hecha a la medida de nuestras ansias, miserias, ilusiones y ensueños es un ejercicio yermo? No. Si la ficción es auténtica, sus resultados serán siempre inesperados. Por eso Lituma en un momento se sume en la «ingrata sensación de que su memoria le mentía; nada de lo que recordaba había existido, eran fantasmas y lo habían sido siempre, puro producto de su imaginación. Pensar en eso lo asustaba».

¿Hay algo que le guste del Perú a Vargas Llosa? Sólo tres cosas menciona don Rigoberto: las pinturas de su íntimo amigo Fernando de Szyszlo; la poesía de su exprofesor del Leoncio Prado, César Moro; y los camarones de Majes, por supuesto.

Es obvio que el álter ego de MVLl dice la verdad y a la vez miente, pues así son todas las ficciones: una supresión de la verdad (realidad), desintegrándola para rehacerla convertida en otra, llena de palabras, que la refleja y, por suerte, la niega a la vez.

 

VI. EL PEZ FUERA DEL AGUA

Desde que se inauguró en marzo del año 2010 la biblioteca regional que lleva su nombre, Mario Vargas Llosa siempre visita su tierra natal en marzo o abril. Cada visita descoloca al fanático que hay dentro de mí (el único fanatismo que se permite el autor de «La Casa Verde» es el «literario»), lo asedio, intento robarle un nuevo autógrafo. Él ha reconocido que haría cola durante horas para recibir las improbables firmas de clásicos como Flaubert, Tolstói o Faulkner. Hace exactamente una década me firmó el libro más liviano que pude colocar en el bolsillo de mi terno sin que llame mucho la atención: «Elogio de la madrastra». Cuando inauguró su biblioteca regional me di el gusto de hacerle firmar «García Márquez: historia de un deicidio». Sin embargo no me canso, persisto hasta la necedad. Creo que cuando nos sentimos agraviados por la vida no sólo buscamos nuevas vidas para huir de la nuestra, refugios temporales para volver mejorados o al menos con nuevas armas para enfrentar los dramas cotidianos de la vida. Buscar héroes culturales, descubrir aquello que Mo Yan llama «el alma gemela» es una experiencia única e intransferible y nuestros padres literarios pasan casi, casi, a ser nuestros padres biológicos. Uno no elige a sus padres y viceversa. No obstante, sí tengo un padre que me enseñó que, a pesar de todo lo horrible que nos pueda pasar, a pesar de que nuestra existencia sea una suma de miserias y adversidades, siempre vivir será mejor que entregarse a la muerte. O algo mucho peor: morir en vida. César Vallejo en uno de sus poemas dice que hoy le gusta la vida mucho menos, ¡pero siempre le gusta vivir! Aunque la soledad y el dolor nos abrumen siempre estará a la mano ese salvavidas prodigioso: la novela que quisimos escribir, la ficción que parece tan nuestra que, como un cuaderno de bitácora, nos acompaña de por vida. Abrir esa página repleta de anotaciones, releer aquellas memorias que parecen nuestras para volver a un pasado que no es nuestro pero que tal vez sí, porque nos da la gana: matar a Dios por un rato y sentirnos libres: escapar de nuestras cárceles. Vargas Llosa ha escrito libros que han transformado mi vida, la han hecho menos mediocre y previsible, la han nutrido de pasión, ira y nostalgia por todas las vidas que no podré jamás vivir pero que, gracias a su genio y talento, ya viví. Esas otras vidas o proyecciones vitales que laten en sus libros, ahora alojados en la calle San Francisco: un recinto que servirá para que muchos arequipeños (y peregrinos) se protejan contra la barbarie y escapen de la realidad: para vivir como Vargas Llosa: rompiendo todas las barreras que nos separan de nuestros sueños: que la ficción, como Alonso Quijano, enfrente a esos molinos de vientos, aún a sabiendas que, al final, la realidad nos acuse y se burle de nosotros, pues, ¿no hay que estar medio locos para dejarnos seducir por una montaña de mentiras? ¡Es como si un pez intentara vivir fuera del agua! Vargas Llosa es un pez que ha vivido fuera del agua, por eso es distinto. Por eso es un genio: eterno.