Arequipa, lámpara incandescente

Disparos al aire

La segunda de mis dos hermanas mayores —precoz y afanosa lectora de ficciones— solía robar libros de la biblioteca de mis abuelos maternos. Íbamos todos los domingos a donde la Mamá María y, luego del almuerzo, ella aprovechaba la siesta de la abuela para escabullirse por los oscuros cuartos de la añosa vivienda y accedía a la polvorienta biblioteca donde uno podía encontrarse con Arguedas, Cortázar o Camus.
Cuando nos despedíamos de la Mamá María, mi hermana empezaba a leer en el auto los libros que había escondido entre su ropa. Recuerdo con nitidez aquella ocasión cuando la vi sostener dos novelas: El coronel no tiene quien le escriba y En octubre no hay milagros. Abrió la novela de Reynoso para, ávida, echarle una ojeada y, de pronto, la noté turbada, un enigmático rubor se había apoderado de ella: negó moviendo la cabeza —insobornable señal de reprobación— y cerró el libro. Luego acudió apresurada a la historia del coronel Aureliano Buendía y, ahora sí, todo volvió a la normalidad mientras, creo, se lo imaginaba destapando el tarro del café. ¿Qué había leído en aquel libro? Lo supe llegando a casa cuando ese «giragiragiragira» de la cabeza de don José de San Martín me hizo ponerme en la piel de Leonardo y sentir aromas inéditos: «el olor arrecho del mar en mis manos. Olor a Cigarro Inca, fuerte. Olor de ruda con incienso. Olor de puta morena. Olor azulino en lengüitas amarillas como llama de cirio prendido. Olor de procesión. Y los morenos de la Santa Hermandad estarán sacando de Nazarenas al Señor. Y las velas encendidas estarán quemando pelos y rabos de beatas putas. Y los giles, serios, haciéndose los rezadores, se juntarán a las hermanas. Y con el pretexto del Señor, muy de mañana, comenzará el cochineo general».
Mi hermana se encontró con una aspérrima realidad que evidentemente no quiso aceptar: el retrato fiel, incómodo e inmisericorde de una ciudad. César Hildebrandt me confesó, en una entrevista, que Reynoso le descubrió un mundo, un lenguaje, una violencia, que su aislamiento le había impedido conocer.
—Había un mundo allá, afuera de su alcoba —indagué.
—Exactamente —me respondió Hildebrandt—. Y Reynoso me abrió las puertas y me abrió las ventanas y ventiló mi covacha. Y metió un montón de ruido. Es contundente, coral, callejero, eso es lo que más me gustó.
Contundente. Coral. Callejera. La narrativa de Reynoso es eso y más. Poética. Sensual. Comprometida. La crítica oficial, por supuesto, no quiso reconocer que el país había encontrado a uno de sus mejores intérpretes narrativos. José Miguel Oviedo lo catalogó como: «un autor fascinado por la abyección, la morbosidad y la inmundicia en que se revuelca el hombre de esta misma pudibunda ciudad —ese tipo de narrador escandaloso y coprolálico que apenas si asoma en nuestra literatura». ¿Es En octubre no hay milagros una novela pornográfica? Una respuesta certera la dio Mario Vargas Llosa: «No, la novela de Reynoso no es pornográfica ni obscena. Es un libro de una crudeza fría y áspera como la realidad que la inspira y tiene los altos méritos —raros, entre nosotros— de la insolencia y de la ambición. Él ha querido trazar un fresco verídico y múltiple de Lima, una radiografía horizontal y vertical de la ciudad, tal como lo hizo con México Carlos Fuentes en La región más transparente, y lo ha conseguido en gran parte».
EN BUSCA DE LA SONRISA ENCONTRADA
«A todos —afirmó Octavio Paz—, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia». Es durante su primera aventura de collera en el Puerto Bravo de Mollendo, y contemplando a sus iguales, cuando el adolescente Reynoso se asombra de ser (de descubrirse a sí mismo a través de los otros): «sentado sobre la arena gustando de lejos la delicia de los rostros adolescentes entre la llamarada azul del mar». ¿Qué buscaba? ¿Acaso ya lo sabía? «Caminaba por las calles estrechas de mi adolescencia buscando lo que no sabía que buscaba». Vivir es un continuo aprendizaje: Patria no es más que el rostro de la gente que uno ama; la armonía y la salud se pueden recobrar abrazando un árbol en China; y es de sabios el saber escuchar a los demás con suma reverencia.
Reynoso constata que la ficción —su ficción— es un viaje que siempre conduce a la misma ciudad: «Arequipa de mi adolescencia donde un viento feroz quiso apagar para siempre la llama de la lámpara de Aladino que ardía en mi piel». Y el descubrimiento de la belleza puede ser una tarea larga y dolorosa, pues hay que ir «destruyendo, poco a poco, las pautas de la belleza que me habían inculcado desde que abrí los ojos». El narrador de este libro es hedonista y rebelde, sensible y marginal, siempre nadando contra la corriente: dando cuenta de su propia concepción de la belleza y de la misma pregunta que el premio Nobel sudafricano John Maxwell Coetzee se hace en Infancia: escenas de una vida en provincias: «Belleza y deseo: le inquietan las sensaciones que las piernas de esos chicos, lisas, perfectas e inexpresivas, provocan en él. ¿Qué más se puede hacer con las piernas aparte de devorarlas con los ojos? ¿Para qué sirve el deseo?»

AREQUIPA, LÁMPARA INCANDESCENTE

Reynoso, a comienzos de este año, ha terminado de escribir su último libro, Arequipa, lámpara incandescente, algo así como unas memorias en clave epistolar, con intenciones ‘pedagógicas’ para escritores en ciernes. Una publicación que, de alguna manera, se asemeja a Cartas a un joven novelista (1997) de Mario Vargas Llosa.
Acá un fragmento del nuevo libro del novelista arequipeño que aparecerá pronto en Arequipa:

«¿De quién son estos hermosos e intensos versos?, me preguntó Sergio. De Vallejo, le contesté. ¿De Vallejo? Sí, los escribió cuando se enteró de la muerte de su mejor amigo, Alfonso de Silva. Salud, me dijo Sergio y luego de un prolongado silencio me preguntó: ¿Dónde puedo encontrar ese poema? Está en Poemas Humanos. Lo buscaré. ¿Y qué otros recuerdos le trae esta Plaza? Mira, ahí, en el techo de la casa que hace esquina entre el Portal de la Municipalidad y la calle La Merced, en junio de 1950, estuve combatiendo contra la dictadura de Odría. Lanzábamos bombas molotov a los soldados que avanzaban para tomar la Plaza. La oscuridad de esa noche se iluminó con una antorcha que corría por en medio de la calle dando alaridos. Era un joven aimara recluta de la guarnición de Puno. En casi todos mis libros doy cuenta de esa rebelión del pueblo arequipeño traicionado por las llamadas fuerzas vivas que tuvieron miedo a los estudiantes, profesores, obreros, artesanos y campesinos armados. Sergio me dice: Igual sucedió cuando las tropas chilenas sitiaron Arequipa. Ves, le dije, siempre las mismas mierdas. Cuando esté en Lima te enviaré un relato que hace tiempo escribí sobre lo que me sucedió en la Catedral. No te olvides de enviármelo. Sí. Pasando a otra cosa: ¿Recuerdas que después de una conferencia que di en la Universidad de San Agustín, en un bar de la calle Ugarte, me contaste que en la U hay un profesor de mi misma edad que habla muy mal de mi persona? Sí, dice que usted es un pervertido, un borracho que se arrastra por cantinas de mala muerte y que lo conoce desde la infancia. No, no me digas su nombre. Ya sé quién es. Quiso ser acuarelista y solo logró hacer borrones. Y pujo y pujo para escribir versos y relatos y solo le salió lo que sale de los pujos. Sucede que a comienzos de la década del setenta, a las nueve de la mañana, de un día del mes de mayo, me vio salir totalmente ebrio apoyado en un joven de una cantinita que quedaba por una de las calles que dan al Mercado de San Camilo. Te voy a contar esa historia, pero no en este bar. Llévame a un huarique con radiola y con la gente marginal que pulula por esas calles de hostales. En ese ambiente, mi recuerdo cobrará más vida. Se pagó la cuenta, dejamos el bar, tomamos un taxi y llegamos a una trasversal de San Juan de Dios, una de las zonas rojas que la ciudad tolera. Como había un atoro de vehículos, salimos del taxi y caminamos por entre un gentío multivario que iba y venía por las angostas aceras. Luego de hacer una inspección ocular de los bares, nos decidimos por el más sórdido. Prostitutas, homosexuales, jóvenes, adultos y ancianos, alrededor de mesas colmadas de botellas de cerveza, hablaban tranquilamente o discutían a grito calato. Al fondo, divisamos una mesa vacía. Ahí estaremos un poco alejados de la radiola que entre luces de colores lanzaba rugidos atropellados de yampenes y roseros. Lugar preciso para avivar mi memoria» (Oswaldo Reynoso).