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Su fervor católico, la cantidad de templos y su espíritu religioso, le habrían hecho ganar este dudoso título a Arequipa. Lo digo porque, en tiempos de confrontación entre la Iglesia Católica y buena parte de nuestra sociedad, no todos quisiéramos suscribir esa denominación.

Pero la confrontación no es el problema. Por el contrario, es la única forma de echar luz sobre ciertos prejuicios que hasta hoy no habían sido cuestionados como, por ejemplo, que la inmensa mayoría de su población es católica y romana. Y que esa mayoría laica, acepta la tutela y autoridad de la jerarquía eclesiástica orgánica.

Aquí algunos hechos: aproximadamente el 60% de la población de Arequipa es menor de 35 años y 25% menor de 14. A menos que hayan estudiado en los colegios religiosos cuyo público objetivo es básicamente la población de nivel socioeconómico A o B; y aun cuando por tradición se denominen católicos y hayan sido bautizados, difícilmente pertenecerán a “la barra brava de la Iglesia”.

Las iglesias cristianas, adventistas, evangelistas y otras variedades, han hecho un trabajo silencioso los últimos 30 años, registrando crecimientos sorprendentes entre su feligresía.

El disgusto que provocan las altas tarifas que cobran por servicios eclesiásticos y administración de sacramentos.

La decreciente labor social, caritativa y filantrópica que se espera de este tipo de instituciones, en relación a la creciente población local.

Los recurrentes escándalos de pederastia en la Iglesia y, sobretodo, el encubrimiento de los perpetradores, al más alto nivel eclesiástico y en números inaceptablemente altos.

Además de todo esto, los representantes del clero se han enfrascado en conflictos con diversos sectores de la sociedad local por aferrarse a sus dogmas o conservar privilegios. Ejemplos en Arequipa: la disputa por la propiedad del terreno y las tiendas comerciales en el Colegio Rosario, la oposición a la reglamentación del protocolo para el aborto terapéutico, la oposición a la ley de Unión Civil y la imposición de una directora en el Instituto Pedagógico, entre otros casos.

Con todas esas consideraciones, es de esperarse que población y autoridades dejen de intimidarse ante la simbología religiosa y su supuesta popularidad, para hacer respetar el carácter laico del Estado y, por tanto, sus creencias, deseos y elecciones amparadas por el orden legal.

Por ejemplo, no tendríamos que aceptar pasivamente que se cierren las calles estratégicas de la ciudad, cada vez que celebran una fiesta católica, pues la necesidad de perjudicar la actividad productiva es muy discutible. De igual forma, las manifestaciones políticas que realizan bajo etiquetas eufemísticas como la de “Marcha por la vida”, tendrían que estar prohibidas en el Centro Histórico, tal como se ha propuesto hacer con las “marchas por el agua” que hacen Felipe Domínguez y sus seguidores. En cambio, nuestras pusilánimes autoridades, se suben al estrado del mitin por temor a la ex comunión y los votos perdidos que suponen que eso significaría. También debería prohibirse utilizar a los escolares obligándolos a asistir a estas manifestaciones ideológicas y fanatizadas.

Desde que la fe y la razón son esencialmente opuestas, difícilmente se puede ingresar a un debate de este tipo sin caer en el apasionamiento, insultos y descalificaciones como viene ocurriendo, por ejemplo, con el proyecto de ley de Unión Civil. Ante lo cual, habría que recordar que la inteligencia humana es producto del raciocinio y no del dogma o la obediencia ciega.

Y que nuestra libertad de credo está intacta. O, mejor dicho, nuestra libertad de no creerles, como a cualquier político.