Juégate un fallo

Resacas
caricatura

Ilustración de Jimmy Villalobos

 

A Julio Ramón Ribeyro

 

“El hábito de fumar”, escribía el rey Jacobo I allá por 1604, “es desagradable para la vista, repulsivo para el olfato, peligroso para el cerebro y nocivo para los pulmones, y el humo que envuelve al fumador es tan sucio como el humo del infierno”. Así como el rey Jacobo I, acérrimo propulsor de la pena de muerte, Adolfo Hitler fue otro de los célebres abanderados en contra del tabaco. Cada vez que se prendía un cigarrillo se corría el riesgo de morir decapitado (por decreto real) o asfixiado en una cámara de gas (por atentar contra los pulmones del superhombre); nada como la dictadura de la salud para sentirse impostergablemente desahuciado. El mayor embuste en la campaña contra el tabaco surgió en pleno nazismo. Me refiero a la figura del “fumador pasivo” o Passivrauchen, inventada por Fritz Lickint, en 1939, al servicio, por supuesto, del Reich. Lamento informarte que si quieres morirte de alguna enfermedad relacionada al consumo de tabaco, vas a tener que comprarte tus propios cigarrillos.

Cualquiera que fume más de veinte o treinta al día piensa seriamente en dejarlo. Y uno no repara en su adicción hasta que decide regenerarse. Los riesgos de padecer un tortuoso cáncer al pulmón o un bonito cáncer a la boca se incrementan con cada calada. Más allá de estos postreros sufrimientos lo que me molesta, particularmente, es no poder hacer exactamente lo que quiero, es decir, no fumar si no quiero. Como le ocurría a Zeno, el divertido protagonista de la novela de Svevo, cada vez que prendo un cigarrillo pienso que será por fin el último. Y nada sabe mejor que el último cigarrillo, todo un acontecimiento cargado de una promesa de felicidad a largo plazo. Por ahora, asumida mi absoluta falta de voluntad, puesta a prueba por enésima vez, no tengo más remedio que estancarme (“estanco” era donde Pessoa compraba su tabaco) en el reino de los penúltimos cigarrillos, que no saben tan bien como los últimos, pero casi. Mi cigarrillo tira admirablemente, y es júbilo de juego párvulo…

Ribeyro, en su estupendo Sólo para fumadores, centro del canon humorífico, apunta que debió esperarse hasta el siglo XX para que la literatura abordara este feliz (ingrato) hábito, y cita a propósito unas líneas de La montaña mágica(1924). Subraya que entre los escritores franceses e ingleses del XIX no asoma el más tímido cigarrillo. Sin embargo, pasa por alto uno de los cigarettes más famosos de la literatura francesa, el que Madame Bovary (1857) fuma, en plena calle y del brazo de su amante, “como desafiando al mundo”. También entre los escritores rusos del XIX se encuentran algunas referencias al cigarrillo, sobre todo en Humo (1867) de Turguenev, novela que gira alrededor del tabaco en sus diferentes modalidades de consumo: pipa, cigarro y cigarrillo. La literatura del siglo XX, dentro y fuera de las páginas, huele fuerte y totalmente a humo. Onetti —otro eterno fumador— escribió El pozo de un tirón porque se quedó sin su provisión de tabaco para el fin de semana (en 1933, la dictadura argentina había prohibido la venta de tabaco sábados y domingos; Onetti vivía entonces en Buenos Aires). La censura (esta vez de la campaña antitabaco francesa de 2005) se atrevió a quitarle a Sartre el cigarrillo de la mano, para que en un afiche conmemoratorio no fuera a incitar al consumo de tabaco. Lo mismo se hizo con Paul McCartney y Jackson Pollock. Y en respuesta a las críticas por lo mucho que fuma Holden Caulfield, Salinger se las arregló para que en su próximo libro se fumara el triple: en ningún otro libro se fuma tanto como en Franny y Zooey (1961); en donde, en un momento, se llega a decir del cigarrillo que es “una especie de respirador en un mundo desprovisto de oxígeno”.

Sabiendo lo mal que nos hace fumar ¿por qué insistimos? Un amigo que había dejado de fumar (y ahora ha vuelto) me confesó una vez que el mundo era muchísimo más aburrido sin su dosis habitual de nicotina. Estoy totalmente de acuerdo, por lo menos los primeros meses, no las primeras semanas que son una verdadera y demandante tortura. Supongo que luego se llega uno a acostumbrar a la nada libre de nicotina. Entre las razones más profundas (entre las más superficiales: por imitación de los mayores, según Vargas Llosa; y por falta de carácter, una variación de la anterior, de Javier Cercas), repito, entre las razones más profundas por las que uno pueda haberse quedado enganchado en este vicio, anoto la de Jonathan Franzen, de su libro de ensayos How to be alone (2002): “…porque aún no hemos encontrado el placer o la rutina que pueda reemplazar la reconfortante, rítmica estructura de necesidad y gratificación que brinda el hábito de fumar”. Otra razón, menos psicologista, más metafísica, pertenece a Richard Klein, autor de la oda-elegía Los cigarrillos son sublimes (1993): “El cigarrillo proporciona un breve flujo de la eternidad que modifica la percepción, aunque muy levemente, y permite, siquiera por un instante, alcanzar el éxtasis fuera de uno mismo”.

Las grandes producciones cinematográficas han prohibido que aparezcan personajes fumando en la pantalla; llegará el día en que retocarán viejos clásicos y tendremos que resignarnos a ver a Humphrey Bogart, con una cañita entre los dientes, sorbiendo desesperadamente un jugo de frutas; a Rita Hayworth sujetando una pluma de pavo real en lugar de esa larga boquilla o, quién sabe, a James Dean con un pedazo de lechuga colgando entre los labios.