Alrededor del paisaje arequipeño

Resacas

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Una de las veces que el poeta César Miró visitó Arequipa, se sintió defraudado por el paisaje pues aquella mañana el Misti no contaba con “su habitual esclavina blanca”. La grandiosidad del nevado y la hermosura del paisaje entero, a los ojos del poeta, habían menguado a falta de su poquito de nieve en la cumbre del volcán. Hacia el final de su meditación, Miró escribe “se ha puesto su sobrepelliz y ha vuelto a ser el Misti de la leyenda, punto de referencia en el paisaje, dios tutelar, estandarte de este pueblo”. Parece que Miró —disculpen la aliteración— miró de memoria. Lo cierto es que la mitad del año el Misti se lo pasa calato, en plan veraniego o como dice el poeta limeño, “en paños menores”. Sin embargo, no existe postal antigua o moderna de Arequipa en la que “el viejo centinela” no aparezca con su mítico gorrito o poncho blanco.

El paisaje characato que describe la novelista María Nieves y Bustamante al empezar su novela, incluye también la cuota de nieve necesaria para que el éxtasis pueda cumplirse a cabalidad. Aquí el signo es distinto, la nieve como nevada propicia a la revolución. Y es muy conocido el pasaje en el que Flora Tristán relata su arribo a la Ciudad Blanca:

“…mis miradas se dirigieron sobre aquellos tres volcanes de Arequipa unidos en su base, que presentan el caos en toda su confusión y alzan hasta las nubes sus tres cimas cubiertas de nieve que reflejan los rayos del sol y a veces las llamas de la tierra. Inmensa antorcha de tres ramas encendida para misteriosas solemnidades, símbolo de una trinidad que rebasa nuestra inteligencia. Estaba yo en éxtasis y no trataba de adivinar los misterios de la creación. Mi alma se unía a Dios en sus arrebatos de amor. Jamás un espectáculo me había emocionado tanto. Ni las olas del vasto océano en su ira espantosa o cuando se agitan resplandecientes con las claridades de las noches de los trópicos, ni la brillante puesta del sol bajo la línea equinoccial, ni la majestad de un cielo centellante con sus numerosas estrellas, habían producido en mí tan poderosa admiración como esta sublime manifestación de Dios”.

 

Si aquel día los volcanes se hubiesen mostrado calatos sin roche, tal vez Flora no habría hecho más que encogerse de hombros, darle vuelta a la mula y volverse indignada a París. En esa página y media Flora alude a la nieve nada menos que tres veces; son más las veces que menciona o alude a Dios como autor de esa “maravilla”. Flora fascinada por el poncho de nieve, cuya blancura es el pretexto ideal para caer en éxtasis religioso.

 

El poeta César Miró se sintió defraudado en su romanticismo. La novelista María Nieves y Bustamante cocinaba entre líneas una revolución y el volcán se estrenó como símbolo de insurgencia. El sino de Flora Tristán era más bien de orden religioso, los tres volcanes significaron para ella poco menos que la Santísima Trinidad. Para que el paisaje se manifestara en toda su belleza hacía falta un poco de nieve. Para que el paisaje pudiera exacerbar el ímpetu revolucionario hacía también falta un poco de nieve. Y sin su poco de nieve, el trance o éxtasis religioso no se habría realizado satisfactoriamente. Son el prejuicio estético (antes del siglo XIX no existía siquiera la idea de “paisaje”), el prejuicio revolucionario (la arrasante lava volcánica) y el prejuicio religioso (la naturaleza como manifestación de Dios) los que han construido —inventado— el paisaje arequipeño.

 

El de Teodoro Núñez Ureta, en cambio, fue mucho más íntimo, personal, a ras de tierra. En su texto “Arequipa y su paisaje”, Teodoro nos invita a mirar “la silueta del campesino como un pedazo de noche fundiéndose en el aire”, “la tapia blanca del sillar”, “el muro pardo de barro”, “la solitaria hidalguía del ciprés, la gracia chacarera del álamo y la ruda sencillez del sauce y del eucalipto”. “Escuchemos al paisaje —decía Teodoro— Sigamos con los ojos su dibujo incansable”. El pintor renuncia a la aunque lejana, manoseada nieve, renuncia, en suma, al paisaje, a cambio de aquello que puede verse de cerca, tocarse con las manos. La mirada del que ha nacido aquí y no viene solo de paseo.