Historia del fanatismo contra el arte

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pintor taurino

 

Estos días hemos sido testigos de una controversial intervención antitaurina contra el arte de Goyo Menaut, cuando un par de activistas antitaurinos irrumpieron con carteles en la exposición de Menaut en el Mall Aventura Plaza, lo que produjo la reacción airada del artista y un consecuente enfrentamiento verbal entre los protagonistas que se trasladó muy pronto a las redes sociales donde al pintor textualmente se le ha acusado de “asesino de animales y agresor”.

Menaut, pintor octogenario que sufre del corazón, ha visto su salud afectada, pero nada le ha causado más dolor que ser juzgado por sus ideas.

Hay una delicada línea entre la postura ideológica apasionada y el fanatismo. Es comprensible y hasta encomiable cuando los activistas defienden sus causas con pasión arriesgada. Lo vemos con Greenpeace, con PETA, y hasta con los mismos activistas antitaurinos cuando irrumpen en un coso tratando de salvar al toro. Los apoyo y aplaudo.

Pero no puedo imaginar que un activista de Greenpeace irrumpa en una exposición pictórica que retrata, por ejemplo, un episodio de caza de ballenas; o que un militante de PETA intervenga una exposición de cuadros que retratan carteras y zapatos de cuero. De la misma manera no puedo imaginar a los amantes de la buena literatura juzgar el arte de Borges por sus opiniones favorables a Pinochet, ni una irrupción en una presentación de libros de Mario Vargas Llosa solo porque él ha opinado abiertamente ser admirador de la tauromaquia. La intolerancia no tiene lugar en mi mente.

Quienes somos amantes del arte y al mismo tiempo no toleramos la crueldad contra los animales nos vemos en la disyuntiva de tomar partido, pero nos queda claro que lo que no puede predominar es la actitud intolerante. No podemos aceptar fanatismos de ninguna naturaleza, mucho menos si atentan contra el arte.

Goyo Menaut pinta toros desde mucho antes que el antitaurinismo sea una moda. El arte de Menaut se ha inscrito en la historia de las tradiciones arequipeñas junto a la poesía loncca, la música de Torito Muñoz y los Dávalos, los picantes de doña Lucila y los tallados de sillar. Sus trabajos han sido reproducidos en medios extranjeros y por ellos ha sido condecorado con Medalla de Plata por el Congreso, el Pergamino de la Beneficencia de Lima, un reconocimiento del Distrito Metropolitano de Quito, un Diploma del Instituto Nacional de Cultura y otras importantes distinciones. Y NO HA MATADO UN SOLO TORO.

Se le podría acusar –como han hecho estos muchachos- de apología a la violencia contra los animales. Pero igualmente se puede acusar a muchísimos pintores ya inscritos en la historia de apología, por ejemplo, a la guerra, al sexo desenfrenado, al desorden, al herejismo, al anarquismo, a la desestabilización política, etc., en un Estado de derecho donde NO HAY DELITO DE OPINIÓN.

Pero, ¿se puede juzgar a una persona por su opinión como se puede juzgar a un artista por sus imágenes? ¿Cuál es la diferencia entre una posición civilizada –como la de los que detestamos la crueldad contra los animales- y una postura fanática que resulta intolerante a los puntos de vista distintos a los propios?

La historia del fanatismo contra el arte es de vieja data. Basta leer el ensayo de Dario Gamboni «La destrucción del arte. Iconoclasia y vandalismo desde la Revolución Francesa», para comprobar cómo en todas las épocas de la historia humana ha habido fanáticos empeñados en destruir (o denostar, como en este caso) los objetos artísticos que consideraban contrarios a sus valores.

Distintos tipos de fanatismo han atentado contra el arte. Una muestra de fanatismo religioso contra el arte es el ocurrido en Bizancio, durante los siglos VIII y IX. Un tristemente célebre fraile llamado Savonarola ordenó a sus seguidores la destrucción de todos los objetos artísticos de Florencia con motivos puramente religiosos: deseaba impedir a los cristianos gozar de placeres sensuales por contemplar esculturas, pinturas, joyas y otros objetos de orfebrería que él consideraba obscenos.

Otra muestra de este tipo de fanatismo contra el arte la conocemos de sobra. A los conquistadores españoles en América los acompañaban frailes fanáticos, deseosos de convertir a su credo a la fuerza a los indígenas, calificados de paganos. Se empeñaron en destruir los Ídolos de los locales, para sustituirlos por los propios, destruían sus templos y levantaban sobre las ruinas los suyos.

Otro tipo de fanatismo contra el arte fue el de la revolución francesa, que en 1789, con la toma del poder por el pueblo, produjo el asalto y la demolición de la Bastilla, convertida en el símbolo de la opresión real. Igualmente en 1792 fue derribada en la plaza Vendôme, entre el regocijo popular, la estatua ecuestre de Luis XIV, el más despótico absolutista de los borbones franceses, notable como obra de arte, realizada por Girardon, pero emblema de la tiranía.

 

Sin embargo, no puede aceptarse la idea de que los revolucionarios llevaron a cabo una destrucción sistemática de las artes en sus calles o templos o palacios. La Convención Nacional decretó que los objetos de valor histórico o artístico fueran conservados, sin importar lo que representasen, y llevarlos a los museos públicos. Se puso especial empeño en salvar las tumbas reales, para evitar profanaciones comprensibles ante el rencor acumulado por el pueblo contra los monarcas que lo tiranizaron durante siglos. Es decir, los revolucionarios comprendieron que el arte no depende de su contenido.

Hay también casos de fanatismo puritano contra el arte. Un caso digno de recuerdo es el de las 18 estatuas realizadas por Jacob Epstein en 1907 para adornar la fachada de la British Medical Association, en Londres, colocadas en nichos a 15 metros de altura, por lo que desde la calle era imposible advertir sus detalles. Sin embargo, los vecinos de enfrente que las veían a su altura las denunciaron por considerarlas obscenas, y exigieron su demolición. Los artistas londinenses iniciaron una campaña para impedirlo, en la que participó incluso un obispo anglicano a favor de conservarlas, así que se detuvo de momento la acción, pero en 1937 fueron mutiladas por el Gobierno de Rhodesia del Sur.

Otro episodio vergonzoso del mismo tipo de fanatismo ocurrió en 1968 en Santander España: la Caja de Ahorros encargó al escultor Agustín de la Herrán dos esculturas para adornar la fachada del edificio en pleno centro de la ciudad. Hizo un hombre y una mujer desnudos, en bronce, para representar el Ahorro y la Beneficencia. Una histérica fascista, casada con un concejal perteneciente al partido ultraderechista de Fuerza Nueva, organizó una campaña para que fuesen retiradas por obscenidad. Los directivos de la Caja de momento ordenaron cubrirlas, y se originó una campaña a escala nacional, a favor y en contra de su exhibición pública. Se consultó al obispo de la diócesis, casualmente un ser civilizado, y respondió que si eran obras de arte se dejaran intactas. No obstante, un cura fundamentalista anunció que no volvería a pasar por delante de la Caja mientras estuvieran colocadas las provocativas estatuas.

Este caso terminó bien, pero ha habido otros en los que estatuas callejeras fueron mutiladas por fanáticos puritanos. A la de Menéndez Pelayo, por ejemplo, le arrancaron la nariz; y a la de Concha Espina le mutilaron los pronunciados senos.

Semejante al fanatismo religioso es el político. Gamboni relata que en 1914 una sufragista atacó con un hacha el cuadro de Velázquez “La Venus del espejo”, expuesto en la National Gallery de Londres. Su bárbara acción fue una protesta por la detención de la fundadora del movimiento sufragista, que se había declarado en huelga de hambre en la prisión. El móvil, pues, era político, pero la salvaje declaró haber comprobado que los hombres miraban la pintura lascivamente, lo que añade una motivación religiosa a la incitación para el disparate.

Es perversamente notable el caso del fanatismo nazi contra el arte. En Alemania y en los países conquistados, el aparato del Estado totalitario se volcó en dos direcciones: borrar cualquier vestigio del calificado como arte degenerado, y potenciar un arte grandilocuente exaltador de sus logros. El arte de vanguardia en general fue calificado de degenerado, y en consecuencia solamente apto para ser destruido. Lo mismo sucedió con los libros, quemados en las plazas públicas si los dirigentes nazis ponían alguna tacha sobre ellos, como ser de autor judío. La nueva raza aria reclamada por el nazismo privó de cultura a toda una generación.

¿Será esta intervención a la exposición de las obras de Goyo Menaut una nueva expresión de fanatismo contra el arte? Esperamos que no. Esperamos que estos chicos reflexionen y se retracten pidiendo públicas disculpas a don Goyo por este exabrupto tan fuera de lugar.

Yo soy antitaurino pero soy civilizado, y no hay ser civilizado que atente contra el arte.