Pregúntale al polvo

Disparos al aire

 

Detesto la calle. Ésta es una mentira (a medias): odio a la gente que la ensucia con sus zapatos mal lustrados, sus periódicos de cincuenta céntimos o sus restos de comida chatarra. Pero lo que menos soporto es a los sabelotodos —doctores en literatura, exquisitos académicos, lectores de ceja alzada, o editores e diseñadores de portadas de libros que reniegan tanto de la pose que, sin darse cuenta, ellos mismos resultan un himno a la pose más estrambótica, caricaturesca— que, por supuesto, le hacen ascos al malditismo y huyen de él como si de la peste se tratara.

—¿Por qué escribes tanto de tu vida? —pregunta uno.

—¿Acaso no tienes imaginación? —acota el otro.

—Es vedettismo —tercia el más despistado.

Entiéndase que, aunque no todos, muchos virreyes del buen gusto literario te mencionan la influencia de un autor ‘maldito’ con el deseo de mentarte la madre. Así: con desagradable sutileza. (Malas) influencias para lanzar el texto al basurero municipal. O para picarlo, hacer viruta cada palabra y convertir todo en raticida. ¡Qué desperdicio de tiempo! “¡Cómo se nota que amas a Henry Miller!”, con una muequita de asco. Faltara más: “se evidencia la impronta de John Fante”. También detesto los eufemismos. Y jamás busco figuras poéticas. No sirvo para eso. Si tengo que decir mierda, entonces digo mierda. Si tengo que escribir culo, entonces escribo culo. Pajazo, puterío, pendejada, arrechura, cojudez. No hay concesiones. Pero sé marcar mis distancias. Y mis tramos son cortos, brevísimos, porque tiendo a quedarme sin aliento. Cuestiones del escaso talento.

Hay gente que piensa que para escribir hay que tener esquina. Así le dicen: “tener esquina”. Conozco a “poetas” que se pavonean por manejar el “lenguaje” de los “barrios bravos”. Conocen la ciudad a fondo y son —según ellos— capaces de traducirla. Poner en la página en blanco la voz tebeciana del niño lavacarros, los dramas cotidianos que se cocinan en los pueblos jóvenes… encontrarle la métrica a un rincón “picante” donde “corre de todo”. Yo me corro de ellos. Me la corro. Eyaculo. Gozo. Ficción. “Un ratón de biblioteca no aguantaría una noche en los barracones del Callao”. Otro lugar común para descalificar: un miraflorino no puede escribir sobre el jirón Loreto y un ‘pituco’ no tiene derecho a abordar la violencia terrorista en sus ficciones. ¿Crees que Kafka pudo escribir “La metamorfosis” sin consumir alucinógenos, idiota?

En las facultades de humanidades y literatura me he cruzado con profesores que exigían una vida intensa para crear. Crear. ¡Qué pomposa se puede poner la gente! Condiscípulos de mi generación que fundaban grupos o revistas en bares mugrientos. Proponían la anarquía como receta para las mentes yermas. La anarquía entendida como beber hasta perder la cabeza. Jalar coca hasta que se te vaya la pinza. El parricidio… en realidad era una lenta expresión del suicidio colectivo: hombre contra hombre, hombre contra mujer, mujer contra mujer, mujer contra mascota. Mascota, confundida, contra estúpidos ebrios, orgiásticos, que se frotan (y la frotan, ¡pobre animal!). Todos contra todos en la casa amarilla que nunca imaginó Van Gogh. Bestias contra bestias. Tampoco faltaba estaba el experto en Vallejo que detectaba una influencia peligrosamente norteamericana en tu prosa; no puedo dejar de mencionar al marxista comprometido o a la activista lesbiana que sólo hablaba bien de los autores gays (y que homenajea sólo a los colegas que están en “la misma frecuencia”). Esa fue mi universidad. Espero que haya cambiado para bien. Aunque no lo creo. Por lo demás, ¿quién soy yo para juzgarla? No aprendí nada. O quizá algo. A detestar la calle. A ignorar el consejo del poeta descocado: “para escribir sobre putas tienes que tirar con ellas, doc”. Dos colectivos para volver a casa y tratar de descifrar la maestría de Borges. No pude. Me perdí en esos laberintos (o en la esquina rosada). Surgieron otras empresas dignas de galeote. Desmontar las novelas de Tolstói, Balzac y Faulkner. Tampoco. No se consiguió. Se quiso, pero no se hizo. Vuelta de página. Con Hemingway creo que hice buenas migas. Su aparente sencillez me sedujo desde un primer instante. Machista, amante de la fiesta estúpida de Acho y asesino de animales. No hay que ser tan exigentes, creo. En un mundo de gentes detestables —como yo— alguien que sea capaz de escribir algo como “El viejo y el mar” se merece un monumento. De no ser por el alcohol… hasta Carver podría disfrutar de algún nieto. Siempre el alcohol. Esto ya es ficción. Elemental y previsible, pero ficción, al fin y al cabo. ¿Carver en un geriátrico acariciando a su nieto? No, la verdad, Carver pediría que le inyecten whisky a través del suero. Yo lo haría. Es (fue) su elección. La mía fue escapar. Construir un búnker en mi casa. Ir colmando los anaqueles con libros que consideraba imprescindibles. Nunca tuve las suficientes agallas como para escribir poesía. Whitman ya había hecho bien su tarea, Rilke me hacía palidecer y Góngora me dejaba quieto. También he leído a mis contemporáneos, cómo no. He perdido el tiempo con malas lecciones de educación sentimental que apuntan a lo externo (ruido callejero, el infierno de las drogas, el desenfreno como opción de vida) o a los viajes interiores de seres tan frágiles que, de sólo tocarlos, parece que se partirán en pedazos. Otra ficción, claro está. Me gustaría practicar deportes de aventura: canotaje, andinismo, parapente, etcétera. Pero son meros artilugios para vivir con “intensidad” de otra manera. ¿No es cierto? Ser callejero de un modo autista, singular. ¿Genuino? Estoy hablando de nuevo de viajes interiores y eso me enferma un poco. La verdad es que lo único que importa es cuán capaz seas de plasmar una idea, vivencia o sensación que otros hagan suya(s) y te den las gracias. Yo no puedo hablar de la calle porque me agobia tanto como el renovar mi DNI en el RENIEC: largas colas en el centro de la ciudad, sudores ajenos, un Papá Noel verde todo el año, quechuahablantes confundidos que son tratados como el culo y oficinistas que siempre piensan que te hacen un favor. Un enormísimo favor. No se trata de pensar que le estás haciendo el favor a nadie cuando escribes. Tampoco te lo hacen cuando te leen (sí, claro, un capitalista fanático dirá que “invierten” tiempo en ti). No es así. Sólo queda la convicción de que, con cada palabra te estás haciendo un favor, simbólico —si deseas llámalo ridículo, no importa—, estás tratando de encontrarte. Todos queremos encontrarnos. Cuando mi mejor amigo se fue de casa para vivir durante un año en Dinamarca lo primero que hizo al llegar a Copenhague fue llamarme por teléfono para decirme: “no me hallo, me siento en otro mundo… como perdido”. Yo no me hallo, estoy perdido sin necesidad de haber salido de casa. Por eso escribo. La calle grita, pero mi corazón gime mientras mis vísceras trabajan. Estoy perdido en una biblioteca con autores que alguna vez trataron de hacer lo mismo que hice yo gracias a ellos: encontrarme, descubrirme a través de ti. Cero malditismo. Odio a las mariposas tanto como las amaba Nabokov (“La imaginación –dijo, incordiado y sublevándose–, supremo deleite del inmortal y del inmaduro, debería ser limitada. A fin de disfrutar la vida, no tendríamos que disfrutarla demasiado”). ¿Fraseos vanos? ¿Reflexiones a caballo entre la filosofía y el ensayo edificante? ¿Para qué? Para resolver un problema prístino, atávico, masivo: hallarnos. Encontrarnos. Aquí me encuentro contigo, amigo lector, para recibir tus críticas más ácidas. Sólo te quise ayudar en la travesía, inocularte de fuerza para seguir escalando esa montaña. O para encontrarme contigo en esa esquina donde quizá meó ese ebrio profesional que fue Charles Bukowski o donde, acaso, defecó el alucinado Ginsberg. En la esquina donde más le dolieron los húmeros a Vallejo. Yo no sé. En la esquina donde “Lolita” dejó de ser una niña y Rafael de la Fuente lanzó otra servilleta percudida con versos que muchos soñarían con escribir. Allí te quiero ver. Si me encuentras entonces la esquina es nuestra y habrá valido la pena la ficción (la montaña de mentiras). Y algo más: en dicha esquina podrás ponerte a escribir (grafitear) lo que te plazca. Cierta vez un lector exquisito —bien entrenado, así les llaman— e insoportablemente posero me dijo: “No tengo la más puta idea de quién es John Fante, ¿y tú?”. Yo supe que sólo podía responderle de una manera:

Pregúntale al polvo.