“España nos roba”

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No hace mucho un conocido se mostró sorprendido cuando le mencioné que en España se hablan otros idiomas aparte del castellano… Supongo que ahora, cuando el ruido alrededor de la abortada consulta soberanista convocada por el Gobierno catalán (la Generalitat) alcanza notoriedad en los medios, habrá más personas informadas sobre los embrollos de la madre patria.

Si bien Borges apuntaba que al hablar del problema judío implícitamente se sostenía que los judíos son un problema, lo cierto es que hay un problema con Cataluña —y con el País Vasco, en donde los separatistas observan cómo les va a sus congéneres catalanes para seguir luego por el mismo camino—, un problema que viene de muy atrás. Esta etapa se inicia con la crisis económica del 2008, que dejó a España al borde del colapso financiero, y obligó al Estado español a aplicar medidas de austeridad que, particularmente desde la Generalitat, fueron percibidas como un intento para arrebatar competencias a las comunidades autónomas. Era el mejor de los mundos posibles para los separatistas: necesarias e impopulares políticas de recorte del gasto social, alto nivel de desempleo y mediáticas manifestaciones de protesta en todo el país. Aprovechando este caos, la Generalitat convocó para el 9 de noviembre una consulta (que por definición no tiene efectos jurídicos) en la que los votantes decidan si Cataluña debía continuar formando parte de España, o si debería independizarse de ella —para dar una pálida idea de lo que significa el nacionalismo catalán habría que pensar en el “regionalismo” arequipeño, pero elevado a la enésima potencia—. Ya que las comunidades autónomas no tienen la potestad para convocar un referéndum —pues debido a lo trascendente de la decisión, en realidad se trataba de un referéndum maquillado de consulta—, el gobierno central de Madrid presentó dos recursos de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional. Mientras decide sobre su legalidad, el Tribunal dispuso la suspensión cautelar de la consulta. La Generalitat desistió de realizarla, y en cambio resolvió efectuar el 9 de noviembre una “consulta alternativa”. Sin ningún tipo de garantías democráticas, esta informal “consulta alternativa” sería el paso previo para una “elección plebiscitaria” (?).

Tal vez lo paradójico sea que nunca antes las autoridades catalanas habían gozado de tanta autonomía. A lo largo de las últimas décadas, desde el advenimiento de la democracia, el Estado español ha renunciado a muchas de sus competencias con la esperanza de aplacar a los separatistas —algo parecido a la fallida “política del apaciguamiento” con la que las democracias occidentales intentaron sobrellevar las provocaciones de la Alemania nazi—. Pero estos se han mostrado insaciables. Valiéndose de su derecho para diseñar a su antojo el programa educativo, la Generalitat ha logrado inculcar a los jóvenes que Cataluña aporta más de lo que recibe del Estado español; incluso en este sistema educativo se da preeminencia al idioma catalán por sobre el castellano —imaginemos que en los colegios de Puno o Cusco sus respectivos gobiernos regionales decidieran que las clases se impartieran en aymara o en quechua.

Decía antes que nunca en su historia las autoridades catalanas tuvieron tanto poder como ahora. Falso. Al inicio de la Guerra Civil, en 1936, el gobierno republicano, para ganarse a los separatistas catalanes y vascos, prácticamente les ofreció la independencia una vez que acabara la guerra. Esta promesa es lo único que explica la extraña unión contra natura entre los bolcheviques de Madrid, los anarquistas catalanes y los católicos vascos. También es verdad que con el trascurso del conflicto se hizo evidente que era necesario reconcentrar el poder para enfrentar eficazmente al disciplinado ejército franquista, por lo que el gobierno republicano se vio obligado en mayo de 1937 a restringir por la fuerza la autoridad a los anarquistas y retomar gradualmente el control en Cataluña, suceso que virtualmente fue una guerra civil dentro de la Guerra Civil.

Este periodo en el que los anarquistas tuvieron el mando se ha idealizado, y para muchas personas el idílico “corto verano de la anarquía” de Cataluña —que, según ellas, fue truncado alevosamente por las maquinaciones contrarrevolucionarias de Stalin y sus títeres en Madrid— alcanza los niveles épicos de la Comuna de París de 1871, de la Revolución de octubre de 1917, o de Mayo del 68. Además, sus líderes se han convertido en íconos revolucionarios, en especial el bandolero anarquista Buenaventura Durruti (muerto durante el sitio de Madrid en 1936) y el marxista Andreu Nin, jerarca del POUM (un partido comunista desligado de Moscú) que fue ejecutado por los estalinistas en 1937.

Precisamente entre los argumentos con que los franquistas justificaban su rebelión estaba el de mantener la unidad de España. Sin embargo los tiempos son otros y no se puede conservar esa unidad sólo con la fuerza de las armas. Sería delirante pensar en una guerra de secesión catalana como la ocurrida en el siglo XVII. España no es Yugoslavia.

Es probable que si la abortada consulta se hubiera efectuado los independentistas habrían sido derrotados (tal como en Escocia), pues aún hay un gran número de catalanes que desean seguir siendo españoles. Pese a ello veo negro el futuro de España. Como van las cosas en materia educativa, parece inevitable que dentro de algunas décadas las nuevas generaciones de catalanes (y de vascos) formadas en el sentimiento antiespañol impongan la balcanización de la península.