Esa bestia fascista

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Ojear el catálogo de obras publicadas ubicado al final de algunos libros me divierte; y si los libros son antiguos, mejor. Paul Bourget, Maurice Dekobra, Anatole France y Eduardo Zamacois… ¿Quién los lee ahora? Tal vez nuestro desinterés por estos literatos antes tan celebrados se deba a que sus preocupaciones ya no son las nuestras. No nos identificamos con sus personajes ni con sus vicisitudes, porque no dicen nada respecto de nosotros mismos o del mundo que nos rodea. Y puesto que tampoco aportan nada desde un punto de vista formal, bien se podría decir que sus libros quedaron obsoletos —suponiendo que este adjetivo se pudiera aplicar a las creaciones literarias—. Pero, como decía Borges, lo único que sabemos acerca del futuro es que será diferente. Es posible que nuestros descendientes, poseedores de una sensibilidad distinta, revaloren a esos narradores olvidados y se reconozcan en sus obras.

La tentación de contar a Henri de Montherlant entre los relegados al basurero de la literatura es fuerte. De ser un novelista y autor teatral muy estimado durante la primera postguerra, hoy apenas se lo nombra. Y aunque todavía conserva adeptos —Bryce es uno de los pocos que aún lo elogia—, convendría explicar el porqué del menosprecio.

Montherlant, nacido en 1896, era lo que los progres suelen calificar como “reaccionario”. En su juventud leyó a Nietzsche —cuya vida y pensamiento causaban furor entre los literatos a inicios del siglo XX—. Ese tipo de lecturas cimentó en él profundas convicciones aristocráticas; convicciones que compartía con muchos otros escritores. Ocurre que el ambiente literario francés estaba plagado de reaccionarios. ¿Y contra qué reaccionaban? Contra la modernidad, o sea contra los valores que la Revolución francesa impuso a sangre y fuego. En este rechazo Montherlant estaba muy bien acompañado: Chateaubriant, Baudelaire, Flaubert, Bloy, Valèry, Proust, Drieu la Rochelle, Céline… Se podría decir que buena parte de los mejores escritores franceses de los siglos XIX y XX eran reaccionarios, y que se enorgullecían de serlo.

Para comprender este fenómeno conviene repasar la historia. La interpretación estándar que se hace de la Revolución francesa —es decir, la perpetrada por los historiadores marxistas— resalta el Terror, y no lo considera un desafortunado accidente, sino la fase medular y necesaria en toda revolución. Este convencimiento hace imperativo el exterminio de los opositores (tanto los reales como los potenciales) para allanar el camino a las transformaciones que los revolucionarios quieren implementar. Sin embargo, más allá de que la Revolución francesa, en ese perverso sentido, sea la precursora de todos los totalitarismos del siglo XX, y de que Robespierre sea el arquetipo de Lenin, Hitler, Mao, Pol Pot, Fidel Castro y otros ilustres ingenieros sociales; más allá de eso, la Revolución significó el empoderamiento de la izquierda en Francia —esta afirmación tiene sus matices: la manera traumática en que se produjo el cambio de régimen provocó una crisis de legitimidad que, además de causar un divorcio entre la Francia urbana liberal y la zona rural conservadora (la denominada Francia profunda), se tradujo en la inestabilidad política padecida a lo largo del siglo XIX—. Y cuando digo “izquierda” me refiero a la burguesía que enarbolando los valores de la Ilustración doblegó al Antiguo Régimen y a sus partidarios. Esta pérdida de peso político de la derecha la obligó a buscar un espacio en otros ámbitos. Es entonces que los vencidos convierten la literatura en un refugio desde donde podían tronar en contra de la fuerza política dominante.

El asunto es que Montherlant compartía con otros literatos una visión del mundo que se caracterizaba por su elitismo y pesimismo —irónicamente François Millon de Montherlant, su tatarabuelo, fue un diputado jacobino que terminó guillotinado—. Este repudio a lo prosaico de la existencia burguesa y del sistema democrático tenía puntos afines con el fascismo. Así pues, no es de extrañar que tantos escritores simpatizaran o colaboraran con el ocupante nazi —por cierto, un lema derechista muy difundido en Francia durante los años que precedieron al desastre era “¡Preferimos a Hitler antes que al Frente Popular!”—. Pero la Francia de Vichy duró poco, y con su caída arrastró a los escritores que, colaboracionistas o no, se hubieran manifestado de derecha. En su mayoría fueron ejecutados, encarcelados o condenados al ostracismo —aunque hubo algunos que (al estilo de Talleyrand o de nuestros fujicaviares) transitaron exitosamente del régimen de Pétain al de De Gaulle—. Lo que resulta curioso es que, en un acto de auténtico masoquismo intelectual, los más influyentes filósofos franceses de la segunda mitad del siglo pasado trataran de reciclar a pensadores alemanes vinculados al nazismo.

Montherlant, que se exilió durante la ocupación alemana, a su regreso encontró que nuevas figuras (Sartre, Camus, Beauvoir y Cía.) habían llenado el vacío dejado por él y sus coetáneos. Ahora Sartre era el gran referente. Sartre, el mismo que publicó libros y representó obras teatrales en París con el beneplácito de los censores nazis; y no por incompetencia de estos, sino porque ellos percibían el aroma de su correligionario Heidegger en él —con semejante prontuario era de esperar que luego asumiera la defensa del estalinismo—. Sartre era la conciencia de una nueva época, el modelo ético, político, literario y filosófico a seguir. Todo un caso. Entre tanto Montherlant vivirá todavía hasta 1972, cuando se suicida al no poder soportar los achaques de la vejez.