Silabario Nacional

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El más encumbrado de los juntaletras peruanos acuñó la más famosa duda hamletiana del país contemporáneo; no era un parteaguas histórico, tampoco un bolero de terrible dilema; solo un hojear del calendario: “¿Cuándo se jodió el Perú?”. Y si hemos de atribuirle al laureado el tamaño de un hito, podremos entonces decir que desde Mario Vargas Llosa la gente pensante del país ha empezado a confesarse que esto, —lo que llamamos país Perú—, es todo un despropósito; un adefesio, en fin, una cosa jodida por decirlo levemente y no descender a los renglones de la coprolalia. El Valiente Mario, (menos valiente cuando hay que rozar al sistema), se curó en salud dejando como una flor en el ojal de la solapa del Perú, la jodienda del país. Fue, digamos, un Mario leve y breve. No extenso como lo fue el mexicano Carlos Fuentes, en “La Muerte de Artemio Cruz”, cuando le tocó describir por qué México estaba jodido hasta la remaceta y comenzó con la Malinche, (la india que se amancebó con el conquistador), y no paró de encontrar dimensiones semánticas a “chingar”, (léase fornicar): chingado, hijo de la chingada; y el padre nuestro de la chingada: chinga tu padre, tu madre, tu hijo, tu vecino, etc… y vale matizar que los párrafos y páginas dedicadas al esfuerzo chingante de Fuentes no tenían ninguna connotación erótica ni semejanza con un Sodoma y Gomorra de estas tierras, sino con la violación ininterrumpida de todo lo vulnerable, tierno y sagrado.

Claro que viniendo de Vargas y Fuentes, dos ilustres europeos morando en tierras morenas, el asunto de la jodienda y la chingada podría categorizarse como un asunto de criollos, perdidos entre la Madre Patria y la Pacha Mama, sin otro territorio ni nacionalidad común que el idioma peninsular; unos señoritos que no encontraban parecido entre lo que veían y su señorío allende quién sabe dónde.

Como ese territorio hamletiano no despejara las dudas más inmediatas que acosan a un servidor, —dejando de lado el aspecto adverbial del cómo y el cuándo se jodió este país—, me dirigí hacia la sustancia: ¿Qué es el Perú?. En mi empeño entendí que era mejor no esperar respuesta en el lustre de las láminas de los próceres nacionales y los discursos de orden para cada uno de ellos, registrados en el Calendario Cívico Escolar; y me acerqué a un héroe oficial, a un héroe contemporáneo, de carne y hueso y le despaché la pregunta de marras: El Perú: ¿qué es? Como viera que vacilaba, (sabedor que un simple: “son sus símbolos patrios” no me iba a convencer), me animé a ampliar la interrogante con dos adendas: “¿No crees que es una provincia perdida de un imperio?; “¿No crees que la persona más poderosa del país, sea el embajador de los Estados Unidos?”

Se tomó su tiempo en responder; y al final abrevió: “No tanto; no tanto, en verdad, el embajador tiene sus limitaciones…”

He regresado una y otra vez sobre la declaración que diera mi interlocutor. Me ha costado tiempo y largas elucubraciones entender que en las limitaciones del embajador del Imperio, podía residir la respuesta a la sustancia de la esencia nacional. O sea, en términos de soberanía, el Perú no es una jurisdicción territorial circunscrita por unas líneas de frontera, sino solamente las líneas; dicho de un modo más geométrico, el Perú de la pregunta no es un área, sino un perímetro que resguarda las limitaciones de su dueño.

A partir de allí, todo encaja a la perfección, como en el silabario de Coquito: Mi país no es mi país; el gobierno del país gobierna sólo en las delgadas líneas donde ya no le importa medrar al dueño del país; y claro, en un país así, el Coquito nacional tendría que reescribir el “Mi mamá me ama, Mi mamá me mima” con un más realista: “Mi país no me ama; Mi país no me mima; y otro es el que lo domina”.

El lector puede dejarse de abstracciones y concluir, por ejemplo, que el párrafo anterior es el mismo silabario que ha venido leyendo la ya mítica cajamarquina, Máxima Acuña; que no es otra cosa que una viñeta actualizada de retratos que dejó la literatura indigenista nacional a principios del siglo XX, y que tercamente se resisten a quedarse en el pasado y afloran un día sí y otro también para recordarnos que eso que se dice país y esos que se dicen sus representantes y guardianes tutelares, por mucho o poco dinero que les deje el celebrado chorreo de la intangible prosperidad, son únicamente inquilinos precarios de un país de alambre, ancho y ajeno, —incluso para ellos mismos—.