Red Bull y helado de vainilla

Columnas>Confesiones de invierno

Renato Amat y León

Camino las tres cuadras más largas de mi vida en busca de alguna tienda. El sol, felizmente, ya se ha ocultado. Las resacas cada vez son peores. Quizá debería dejar de tomar por un tiempo, dejar que mi cuerpo se recupere, se cure.

Me falta él aire y me duelen las costillas. ¿Por qué no puede haber tiendas más cerca? Creo que soy el único peruano en este mundo que no tiene un chino bodeguero atendiendo en la esquina de su casa.

Últimamente, después de tomar, despierto con ganas de comer helado. Una amiga dice que es porque le falta azúcar a mi vida. No sé si se referirá a que podría ser que me esté haciendo diabético o a que, últimamente, ando con un humor demasiado agrio. Quizá se refiera a ambos.

El sujeto que me atiende en la bodega (no es chino) me mira con asco, como si fuera una cucaracha. No oculta ni intenta ocultar su lástima por este hombre que compra un litro de helado sabor a vainilla y seis latas de Red Bull con cara de resaca a las ocho de la noche del sábado.

Recuerdo la borrachera y me río para mis adentros. No tengo fuerza suficiente para hacerlo exteriormente. Las cosas empezaron tan tranquilas anoche. No logro entender cómo fue que se descontrolaron tanto ¿Cómo es que siempre todo se descontrola tanto?

Unos tragos en casa de Marco, un antiguo compañero de promoción, se convirtieron, de pronto, en una repentina excursión al colegio en el que habíamos terminado la secundaria.

La nostalgia, el cariño desmedido por los viejos tiempos saltan a flor de piel cada vez que tomo con Marco o cualquier otro amigo del colegio. De todas formas, quizá esta vez, llevamos todo este asunto demasiado lejos. Quizá sea hora de dejar de hacer este tipo de cosas, pienso mientras recibo mi vuelto y emprendo el camino de regreso a casa.

Pese a lo borracho que estaba no me olvido de la cara que puso el nuevo portero cuando – cansados de no poder trepar el muro – empezamos a tratar de atarantarlo para que nos dejara pasar. Hasta ahora no logro creer que hayamos podido convencerlo.

Aún era temprano cuando entramos. Las clases todavía no habían comenzado. Salvo por unos pocos alumnos madrugadores que deambulaban entre las aulas, el lugar estaba vacío y silencioso, aislado, como si no fuera parte de este mundo.

El colegio queda apartado de la ciudad y conservaba ese olor a aire de verdad, a aire fresco, limpio y lleno de vida que siempre había tenido. Un olor lleno de nostalgia, también. Lleno de esa alegría, polvorienta y anhelante, que adquieren las cosas bellas cuando se marchitan.

Las paredes, antes amarillas, las han pintado de azul y han puesto un toldo nuevo sobre la cancha de futbol. A pesar de todo, el lugar seguía siendo el mismo. Como nosotros. Como yo, que con más años encima y pese a todo lo vivido sigo siendo el mismo chiquillo triste que se paseaba por estas aulas y se escapaba de clases para leer y fumar donde nadie pudiera molestarlo.

Regreso a mi casa, me sirvo helado y destapo una de las latas de Red Bull. Nada de esto logra quitarme el sabor a tabaco y bilis que tengo en la boca. Entro a Facebook, escribo alguna tontería en mi muro y busco algo que ver en Netflix.

Estoy cansado y confundido. No soy capaz de encontrarle un lugar adecuado a los recuerdos. No sé qué hacer con el pasado, no entiendo cómo lidiar con él. En fin, la vida continúa y en la Tv, un par de niños empiezan a escuchar una historia larga y entreverada sobre el amor, la madurez, una piña y un paraguas amarillo.