Traigo a colación un espinoso tema que pretende reunir a dos grandes de la historia de la humanidad, como son la religión y el medio ambiente. Valgan verdades, muy pocos se han atrevido a esbozar ideas sobre cómo ambos interactúan y muchos menos quienes han alcanzado sugerencias acerca de cómo deberían interactuar. Viene a mi memoria cuando, en reuniones académicas con mis pares de otras partes del globo, analizábamos y discutíamos el contenido de la conferencia de Lynn T. White (1967) quien apuntaba dedo acusador al propio Génesis de la Biblia donde, según él, subyace el verdadero origen de la depredación del planeta que hoy vemos. En efecto, el primer capítulo del libro del Génesis reza:”Creced y multiplicaos, henchid la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven por la tierra”. Y, efectivamente, parece que nos hemos multiplicado ferozmente, pasando de una solitaria pareja a casi 7 mil millones de individuos, hoy repartidos en todos los confines del globo, al cual hemos sometido totalmente, pues casi no queda suelo virgen. Somos responsables directos de la desaparición de miles de especies, habiendo incluso atentando contra nuestra propia existencia –con dos guerras mundiales y una tercera en camino-, haciendo de nuestra raza, una raza ultra dominante y posicionada en la cumbre de los predadores planetarios.
Estos argumentos, sobre nuestro equivocado rol de mayordomos y no de amos absolutos, han desatado múltiples opiniones y críticas. Algunos, cuestionando la falta de precisión de los términos empleados en las Santas Escrituras, dejando abierta la puerta a interpretaciones subjetivas –lo que en realidad es cierto, dado su abundante lenguaje metafórico-; mientras que otros critican la visión excesivamente antropocéntrica de la Biblia, poniendo al hombre –“hecho a imagen y semejanza del Creador”- al centro del universo. Mi postura, en aquellas conversaciones de estudiante, fue un tanto ecléctica; en tanto reconocía que la gran falla humana (por lo menos de los cristianos) fue el de no haber interpretado correctamente el principio de mayordomía que se nos había comisionado por parte de El Creador, no siendo en realidad dueños absolutos de la Tierra y el Universo, sino mas bien “encargados” de mantener y conservar (utilizar y dar buen uso) el lugar que se nos había designado. Al mismo tiempo, reconocer –mano al pecho- que tampoco fue buena idea desacralizar la naturaleza a punta de garrote e Inquisición –tal como Weber observó en su “Entzauberung der Welt”- habida cuenta que, para muchas culturas en todo el mundo, un río o un lago representaban un ser divino al cual había que respetar y honrar. Hoy, un río o un lago no son más que un depósito para relaves mineros y/o desechos domésticos urbanos, resultado de un nuevo acto de paganismo moderno y sacrificio sin límites, todo en nombre del progreso y el desarrollo. Adiós genius locci. Ante ello, una inquietud. ¿cuán válido es culpar al cristianismo –que llegó con el colonialismo- de este cambio de mentalidad que hoy permite ver cómo los descendientes de aquellas culturas prehispánicas agreden, sin temor ni misericordia, y si culpa ni remordimiento, a la naturaleza que sus antepasados respetaban y honraban sin excepción?
Pretender vincular Religión y Medio Ambiente no es tarea fácil. Sin duda, es una tarea tan complicada como pretender mezclar agua y aceite; sin embargo, hay luces que indican de esta posibilidad con hechos concretos. Por ejemplo, los avances hacia una explicación conjunta –entre ciencia y religión- sobre el origen del universo, que abren el camino a la posibilidad de encontrar más puntos de encuentro entre políticas ambientales y creencias religiosas. Y es allí donde precisamente quiero ir, es decir, hacia caminos dónde los intereses de la religión puedan encontrar aristas comunes con el interés colectivo para salvaguardar las condiciones vitales que permitan asegurar la vida en el planeta. Ello implica, necesariamente, algunos reajustes en nuestros estilos de pensamiento, más que en nuestros estilos de vida, per se.
Reconocer el papel de las religiones en general –y no únicamente al cristianismo- frente a los retos ambientales puede permitirnos abrir una puerta clave para encontrar un nuevo estilo de pensamiento universal basado en las importantes coincidencias religiosas, en las que con nombres diferentes –ya sea en el hinduismo o el budismo- se refieren a la no violencia contra la naturaleza. Religiones que en todos los idiomas no se cansan de pregonar que más se gana admirando la belleza natural del lugar sentado sobre una piedra, que construyendo un mirador de cemento; a que siempre se puede hacer más con menos y que hacer menos con más es sencillamente un pecado entre divino y humano.
Recogemos hoy el pensamiento de un San Francisco de Asís –no en vano Santo Patrono de la ecología- para quien todas las “creaturas” (mezcla de criaturas y creaciones inertes) eran hermanas y que poseían –muy interesante- un rasgo de entendimiento, como para recibir de él, una invitación para alabar a su Creador, en una clara demostración que si es posible reunir y congregar los principios religiosos con los principios ambientales. Por tanto, no es pecado ni sueño, empezar de hablar de una religión verde, una religión que nos permita regresar la mirada a nuestro origen común y poner la vista hacia un destino común que permita cumplir preceptos de cada religión, pero sin pisotear el derecho humano a gozar de la creación y sus maravillas, algo que bien puede ser posible con esta nueva alianza.
(Me permito volver a replicar el texto de un artículo de esta columna, publicado hace un par de años y que, a raíz de la última encíclica papal, cobra plena actualidad).