El problema de Carranza con el Sur

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El exministro de Economía del segundo gobierno de Alan García Pérez (2006-2011), el Ph.D. Luis Carranza Ugarte, acaba de publicar en el diario El Comercio de Lima (martes 26 de abril de 2016) un asombroso artículo.  Trata de explicar el resultado electoral del último 10 de abril en las regiones del Sur del Perú recurriendo a una sorprendente pseudo-explicación.  Él la califica de “histórica”, no por la “singularidad” de su “razonamiento” –de un malabarismo metodológico que solo se ve en medios extra-académicos (por eso de que “en tierra de ciegos, el tuerto es rey”)–, sino por recurrir a un variopinto conjunto de ejemplos tomados del pasado de Italia, del continente africano en su totalidad, y del Imperio de los Incas.

Con el título de “El problema del sur”, el artículo de Carranza plantea que “el voto refleja la gran desconfianza existente en la zona sur del país: desconfianza en el Estado y desconfianza en el foráneo”.  Este problema puede resolverse, según el exministro, mediante “una verdadera integración: infraestructura, generación de oportunidades de ingresos y un Estado que sea eficiente en entregar bienes y servicios públicos de calidad en educación, salud y seguridad”.  Ni el problema planteado es exclusivo del Sur Andino peruano, ni la solución propuesta es solo aplicable a esa región.  Ambos temas podrían señalarse para casi el país entero, fuera de la capital y algunos enclaves agro- y minero-exportadores.  Así, si el problema planteado y la solución propuesta no son muy originales que digamos, ¿qué hay con la “explicación histórica” que se propone para esa doble desconfianza, ante el Estado y los “foráneos” (grupo que, por cierto, no se define en ninguna parte del breve artículo)?

Primeramente, se propone comparar el sur peruano con el llamado “problema del sur” en Italia, fruto de un desarrollo capitalista desigual, cuyas raíces Carranza busca en la Edad Media y, posteriormente, en el surgimiento del crimen organizado (la mafia), para lo que cita al politólogo Robert Putnam, profesor en Harvard.  Sin duda se refiere al libro de Putnam, en coautoría con Robert Leonardi y Raffaella Nanetti, titulado “Making Democracy Work: Civic Traditions in Modern Italy” (Princeton 1993), traducido como “Para hacer que la democracia funcione: La experiencia italiana en descentralización administrativa” (Caracas 1994).  Sin duda en el universo tecnocrático, y en ciertos sectores del mundo académico norteamericano, el libro ha sido muy influyente.  Y aunque nadie duda que haya profundas diferencias entre el norte y el sur de Italia, el análisis histórico al que echan mano Putnam y sus colegas es esquemático y endeble.  Quizás sería mejor revisar los aportes del famoso historiador italiano Emilio Sereni [1907-1977], como “Capitalismo y mercado nacional” (Barcelona 1980) o “History of the Italian Agricultural Landscape” (Princeton 1997), para poder disertar con propiedad del tema.

La segunda comparación, que se cita para reforzar la idea de que “lo que ocurrió hace siglos tenga impacto en el crecimiento [económico] actual”, es la correlación propuesta por el economista canadiense Nathan Nunn, también profesor en Harvard, en un artículo del año 2008 titulado “The Long Term Effects of Africa’s Slave Trades” (“Los efectos a largo plazo de los comercios de esclavos en África”).  Aparte de la conclusión general, que la “sangría demográfica” causada durante al menos 400 años de comercio esclavista desde África hacia América y los países del Medio Oriente tuvo “un efecto adverso en el desarrollo económico” de ese continente, quizás sea más relevante enfocarse en la colonización europea efectiva del período 1880-1950 y el subsiguiente proceso de descolonización entre 1950-1975.  La fragmentación étnica a la que se hace mención, que dificulta el funcionamiento económico y social de los Estados africanos, es producto directo de las fronteras absolutamente artificiales acordadas entre las potencias colonizadoras europeas, sin respetar los territorios étnico-lingüísticos pre-coloniales.  Aquí la “General History of Africa” (Londres, Berkeley 1981-1993), publicada por la UNESCO en 8 volúmenes, podría ser el mejor punto de partida.

Finalmente, la mención a las conquistas de los Incas –tema para el que Carranza no se remite a ningún profesor de Harvard–, muestra un completo desconocimiento de la Etnohistoria Andina y sus aportes para la comprensión del llamado Tahuantinsuyo.  Quizás valga la pena citar en su totalidad estos dos alucinantes párrafos, dignos de una antología sobre la incomprensión del pasado y su malinterpretación antojadiza en el presente:

Primero: “Como hipótesis de trabajo se puede argumentar, en el caso peruano, que la expansión del Imperio Inca se inicia en la zona sur, siendo esta particularmente violenta y adoptando formas coercitivas extremas, mientras que en la zona norte la expansión del Tahuantinsuyo llegó tardíamente. Por otro lado, el alto desarrollo tecnológico de los incas permitió un aumento significativo de alimentos que a su vez generó fuerte crecimiento de la población en la zona sur del país, donde el imperio se había consolidado”.

Los Incas se aliaron con los Lupaca (de Chucuito y el sur de Puno) y conquistaron a los Collas (de Azángaro, Lampa y Juliaca, al norte de Puno); cuando los Collas se sublevaron, fueron reprimidos.  Igualmente, los Incas se aliaron con los Chincha (Costa Sur) y conquistaron a los Chimú (Costa Norte).  Esta doble manera de expandirse (alianzas pacíficas y conquistas militares) se aplicó a todo lo largo del Imperio.  Para los Incas, a diferencia de la estereotipada visión de Carranza, no hubo un sur “monolítico” sometido de modo “particularmente violento y coercitivo”.

Por otro lado, las altas densidades poblacionales del Altiplano del Titicaca son muy anteriores a los Incas.  Desde la época de la cultura arqueológica Tiahuanaco (400-1000 d.C.) se desarrollaron diversas tecnologías agro-pastorales que alimentaron a una numerosa población.  Sugiero el accesible libro del arqueólogo Alan Kolata, profesor de la prestigiosa Universidad de Chicago (aunque no de su Departamento de Economía), titulado “Valley of the Spirits: A Journey Into the Lost Realm of the Aymara” (Nueva York 1996).

Segundo: “Luego, durante la conquista, la mayor presión se concentra en las zonas densamente pobladas, por la necesidad de control de la mano de obra. La altísima mortalidad en los primeros años de la conquista, en parte por los suicidios y abortos, puede explicar la ausencia total de capital social en la zona sur del país”.

La mortandad de la población indígena en el siglo XVI tiene una mejor explicación que la esbozada, de tintes menos macabros y autodestructivos: la llegada a América de nuevas enfermedades del Viejo Mundo jamás antes experimentadas aquí.  El estudio clásico sobre el tema, recientemente traducido al castellano, es “La catástrofe demográfica andina: Perú, 1520-1620” (Lima 2010), del historiador norteamericano David Cook.

De este modo, la “hipótesis de trabajo” de Carranza, que pretende explicar la “desconfianza” y la supuesta “ausencia total de capital social” de la población sur andina peruana mediante una falaz serie de “evidencias” pseudo-históricas, resulta desvaneciéndose.  Quizás sería un ejercicio más útil que buscar determinismos atávicos de hace 500 años atrás, enfocarse en los problemas y limitaciones de las políticas concretas de la República Peruana en la Sierra en general, y en el Sur Andino en particular.  Eso que en 1958 don Jorge Basadre, que sí sabía de lo que hablaba, llamó “la promesa de la vida peruana” y su difícil implementación como “proyecto nacional”.

A veces, para explicar el presente, no se necesita ir demasiado atrás en el tiempo.  Y, por supuesto, siempre es mejor acceder directamente a estudios de primera mano sobre los temas que nos interesan, para no terminar acarreando errores y limitaciones de resúmenes analíticos ajenos. Los prejuicios, por desgracia, son más difíciles de desarraigar.