«Ni una más»

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En mi necesidad de hacerme fuerte, siempre miré con algo de desdén a los movimientos feministas, el reino de las machorras y las feas, según el entender popular.

En mi soberbia juvenil, jamás me quejé de maltrato o discriminación. No sólo acepté sin protestar las miradas lascivas y lances de casi todos los jefes con los que me tocó trabajar, sino también la maledicencia femenina -producto de sus propias frustraciones- que fue para mí tan dañina como lo otro.

No digo que yo misma no haya hecho nada para provocar toda esa agresión. Siempre acepté todo eso como inevitable, como consecuencia de mi «anormalidad», como lógica y hasta justificada respuesta a mis «ataques» al sistema; en suma, como algo «natural», pues era joven, irreverente, tal vez muy ambiciosa en mis metas; y para colmo, mujer, chata y puneña. Todo mal.

Así, me había acostumbrado a que el mundo estuviera contra mí. Y casi me había convencido -a lo Cipriani- que yo era responsable de «provocar» toda esa agresión. Por la osadía de pensar por mí misma, de ir contracorriente, de hablar en voz alta, de ejercer mis derechos; y hasta de enamorarme, cuantas veces me dio la gana. Fui pues, nada menos, que una respondona.

En estos días en que se ha hecho visible la brutalidad y cotidianeidad del machismo que convive con unos supuestos «avances» económicos en el país, voy convenciéndome, de a pocos, que nada de eso era justo, ni debía ser tolerado. Que era violencia pura. Y que si hay un sentido común perverso que lo justifica, le debe mucho a la religión, supuesta fuente de amor, perdón, solidaridad, grandeza, y otras falacias por el estilo.

Así, cada cosa buena que logré hacer, fue atribuida a la «ayuda» de mi pareja de turno; trabajé muchas veces, de sol a sombra y con pasión, por sumas ridículas o sin pago; cuando no había redes sociales, mi vida íntima fue motivo de miles de volantes con mentiras atroces que se distribuyeron en instituciones públicas por orden de ciertas «autoridades»; me enviaron en una caja los genitales de un toro junto al insulto más recurrente: p… y una amenaza de muerte; organizaron un programa de televisión, en el mismo canal que años antes yo había fundado, para acusarme de haberme llevado equipos y aflojado tornillos antes de irme; me negaron una cátedra de Periodismo en la Universidad, porque mi Maestría en España y mi experiencia en «El Búho» no coincidían con los «méritos» que los «doctores bamba» de esa institución habían establecido como válidos; me enjuiciaron 16 veces pidiendo penas de cárcel, por supuesta difamación, confiados en que sus amigos jueces los favorecerían; enviaron falsos policías a mi casa, en mi ausencia, para tratar de establecer «la verdadera filiación» de mi hija; contrataron a otros «periodistas» para intentar demoler mi imagen; una poderosa empresa minera «estimuló» a los dos canales de televisión locales para sacar del aire «El Búho TV» y prohibió a sus proveedores anunciar en nuestra revista; y, además, da otros «incentivos» a varios troles que comenzaron a insultarme y difamarme por las redes cuando tocamos sus intereses. Nada de esto -y otras cosas que no detallo- fue investigado y, mucho menos, tuvo sanción alguna.

En algunas semanas más viajaré a los Estados Unidos para recibir un premio mundial al «Coraje Periodístico», que yo dedicaré a todas las mujeres que, por levantar la cabeza, tienen historias parecidas a éstas; y que ni siquiera se habían dado cuenta que, lo que les hicieron, se parece a los golpes que recibieron Lady Guillén o Arlette Contreras, especialmente en las secuelas.

Hoy, cuando ya he recorrido todos los caminos que me propuse, siempre cuesta arriba; cuando mi única meta es trasladar mi campo de batalla a esta columna, para seguir escribiendo y pensando una sociedad más justa, mientras veo crecer a mis hijos, libres y solidarios, hermosos e inteligentes, como son las nuevas generaciones de peruanos; haré una nueva declaración de guerra (lo siento), llamada: «Ni una más».

Ni una más de estas canalladas pasará impune. Aunque provenga de otra mujer carcomida por la envidia o la «tradición». Ni contra mí, ni contra ninguna mujer libre que tenga cerca. Ni una más.