La comparsa de toreros terminaba de rodillas su oración. El atrio de la iglesia de Chivay se erigía soberbio, abrigado por los brazos viriles del Apu Mismi. Al lado izquierdo del altar mayor la mamacha Asunta escuchaba a todos, a cada uno. Lamento, pedido o agradecimiento, sus pestañas arqueadas disimulaban apenas las centellas. El Altar-velay (serenata) se anunciaba hermoso, un castillo de carrizo y pólvora competía en altura con los campanarios.
Los Turkos habían pasado minutos antes dejando por toda la plaza estelas de historia, de cerones y borricos, de bidones y triciclos, cientos de litros de ponche ofrecidos al vecino del barrio, al turista gringo, al viajero de fin de semana, al paisano del otro lado del río. Los cerros de ccapo, impacientes de crepitar, cateaban a las yaretas que se reservaron el protagonismo de la fogata principal. Los arcos mil veces construidos, tenían esta vez “un no sé qué” de original y audaz. Los altares ya no eran barrocos, eran re-locos, simplemente. Las tubas dialogaban a diez cuadras de distancia, los cuatro puntos cardinales merecían su pedazo de jolgorio.
En el alma del Colqueño, el 15 de agosto, además de la fiesta de la Virgen de la Asunción, es la epifanía de la madre-tierra. Es la gratitud del hombre andino por la bondad de la Pachamama…
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