«Oscar Zegarra»

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Es la segunda vez que me ocupo  de un ser humano excepcional  del que tuve  el honor de ser amigo y compañero de equipo, y que aparentemente ya no está entre nosotros. También es la segunda vez que me ocupo de un basquetbolista por escrito, sin que eso signifique que voy a ocuparme del basketbolista. El primero fue Michael Jordan,  en un ensayo que se llama “99% de transpiración”. Lo menciono porque creo que soy de los que escriben “cuando un fuerte mandato vital me ordena”, para usar la frase de José Carlos Mariátegui. Y eso ocurre, por supuesto, con Oscar Zegarra Postigo, un fuerte mandato vital me ordena ocuparme de él, aunque siempre lo he tenido presente en la mente y en el corazón.

Pero se trata más que del noventa y nueve por ciento de transpiración, del uno por ciento  de inspiración, dos elementos que, se dice, constituyen  el genio.  Y  la tarea no es sencilla en este caso, porque lo que me gustaría es hablar de ese uno por ciento  en la vida de Oscar, “el pato” Zegarra, como le decían a él y a toda la familia, y que hace poco aparentemente nos  dejó. Digo aparentemente porque me pregunto muy en serio, más de una vez,  ¿cómo puede morir un hombre como Oscar Zegarra Postigo?

Decía que la tarea de hablar de su peculiaridad, de su singularidad, es difícil,  porque ese uno por ciento era más bien subyacente, tácito y se expresaba solo  indirecta y parcialmente,  salvo en el  basket,  en el  que volcaba su personalidad entera, pero eso habría que traducirlo al lenguaje escrito. Lo que  me  llevaría a hablar de él como basquetbolista o como médico que fue. Y no es mi idea. Se requiere un buen comentarista de basket que sepa de personalidad, carácter y temperamento (alguien como el coach Morales o Alvaro Martín de ESPN). Otro día podremos ocuparnos de nuestra  basketbolística nostalgia por la Quinta Salas (que siempre visitamos y visitaremos) barrio del cual surgió el muy querido club “Sporting Moral” que capitaneaba como ningún otro capitán, Oscar Zegarra Postigo, vecino ilustre de ese gran Barrio al final de la calle Moral.

Ese  uno por ciento no se reduce ni se agota en las actividades particulares ni en los  gestos singulares de Oscar.  Lo que admiramos los que lo conocimos es precisamente el conjunto de su personalidad y su carácter. Y si el adjetivo no estuviera tan manoseado, diría sus carismas. Pero como ese uno por ciento no se expresaba intelectual, artística o literariamente sino en sus actividades, actos y gestos domésticos y cotidianos y en la cancha (que es donde se ven los patos) es a través de su interpretación que podríamos hacernos una idea  aproximada de su peculiaridad.

Pero  eso es para mí lo difícil, porque carezco de las dotes literarias y psicológicas para ello. Y aunque me ocupo de él como escribidor por ser mi oficio, solo lo hago para hablar de esa imposibilidad y mi tremenda admiración por este producto humano arequipeño.  Lo  que tiene de único, singular e irrepetible no se explica con generalidades como “era muy especial”  o, peor,  era “muy buena gente” o “muy carismático”, porque precisamente su carisma más notorio era la  sobriedad, la frugalidad, ser el menos carismático  en el sentido farandulesco que se da hoy a esa palabra, y el más genuinamente sencillo o simple de los deportistas, en cada momento de su vida.

Era un líder nato que no le interesó el liderazgo, pero lo mostró como capitán de su equipo y de la selección de basket de Arequipa: seguridad vivida y transmitida,  calma o auto gobierno, jovial seriedad, ojo clínico, rapidez mental y física, conocimiento intuitivo de sus paisanos y congéneres, eran algunos de esos  discretos  carismas inseparables de este sportman que hablaba poco  y vivía profundo.  Parecía ser completamente inconsciente de que era pintón (mezcla de Shariff y Clooney)  o le daba igual. Era uno de esos católicos que aún hacen respetables,  admirables y envidiables a algunos  pocos creyentes.

En suma, si  elegancia es sobriedad en la plenitud (Ortega) o calma bajo la presión (Hemingway), Oscar Zegarra era, sin duda, un hombre física y metafísicamente elegante, aunque completamente sencillo en el vestir y en el vivir. Un hombre  de aquellos que proyectan su sombra después de la muerte. De la aparente muerte.